Por Rodrigo Negrete
Sin duda, el fenómeno de la globalización ha terminado convirtiéndose en una montaña rusa emocional: de la caída del Muro de Berlín al momento actual se ha pasado de la euforia a la zozobra sin clase y sin elegancia, pero desde luego no sin motivos. Las reacciones y contra reacciones frente al horror por su puesto son tan variadas como lo puede ser el rostro humano. Después de los atentados de Líbano y París no faltara quien que crea descifrar una gran conspiración para librar una nueva guerra imperialista. Tesis irresistible en América Latina para quienes simplemente han reemplazado la idea del demonio por este otro ente (imperialismo) cuya motivación única son intereses económicos y cuyos representantes deben sesionar en secreto para decidir el siguiente movimiento, seguramente presididos por una especie de Dr. Evil (Dr. Maldito) pero uno que hay que tomar en serio. Otros verán al Mossad israelí detrás de lo acontecido ya sin preocuparse de disimular su antisemitismo. Demonios y judíos: después de todo no se ha avanzado mucho con respecto al imaginario del medioevo en esta era científico-tecnológica.
Siguiendo las redes sociales el sábado y domingo posteriores a los trágicos eventos, se han visto toda una serie de reacciones colectivas. Primero el horror y luego la adopción de los colores de la bandera francesa en varios muros de Facebook. A continuación la crítica “al efecto manada” por quienes se consideran a sí mismos muy informados y analíticos lanzando preguntas como ¿y qué con Ayotzinapa? ¿Qué con los muertos en otros países sean causados por los mismos terroristas o por las fuerzas bélicas de Occidente? seguidos de llamados de no caer en las trampas del “etnocentrismo” o a una implícita clasificación de muertos de primera clase, segunda y tercera según la parte del mundo de donde provengan. Pero mucho me temo que en esta ocasión la reacción de la manada -hay que decirlo porque no siempre es así- es la correcta. Y es que no se trata nada más de contar cadáveres y heridos. El significado de esto va más allá de una mera carnicería. Es -además de un atentado contra víctimas con rostro y nombre- un intento de asesinato espiritual; de asesinar lo que significa y ofrece una sociedad y una ciudad moderna como lugar de coexistencia, de encuentro, de neurosis, de relajación de interacción entre extraños, del disfrute de parejas sean legales o furtivas, de pequeñas sociedades que se forman ya sea en el trabajo o en las múltiples esferas de interés compartido, en suma: un intento de asesinar la experiencia cotidiana de la libertad en una ciudad de la densidad simbólica y cultural de París, intentándola reducir al miedo y la barbarie. Es un atentado no sólo contra el presente sino contra el trabajo y logros de varias generaciones de hombres y mujeres -ya sean públicos o anónimos- que hicieron posible eso. Se dirá lo que se quiera, pero esas ciudades y ese mundo inspiran hoy como lo han hecho siempre y sólo quien padece una alta dosis de insinceridad o de franca envidia se empeñará en negarlo.
Además del significado secular está el significado religioso. Tal vez todas las religiones sean falsas en sus afirmaciones sobre el origen del mundo y en su narrativas, pero eso no significa que todas sean iguales. El Dios de los monoteísmos actuales comenzó siendo un Dios tribal: referente simbólico para delimitar un nosotros obligados a la concordia y un ellos de quienes se espera lo peor y hacia quienes cabe canalizar la hostilidad y la discordia. La Biblia de algún modo acusa el proceso de una idea de Dios en evolución que no tuvo lugar en el Corán (sí, los dioses también evolucionan). El libro de los Macabeos (una suerte de terroristas judíos del antiguo testamento) es una condena desde el punto de vista del insurgente tribal a los demás judíos que aceptaron “helenizarse” bajo el gobierno de Antíoco (uno de los herederos del legado de Alejandro Magno), es decir que aceptaron la realidad -y los beneficios- de la polis. Los Macabeos hicieron algo más que meramente condenar: fueron particularmente sanguinarios con propios y extraños en nombre, por supuesto, de Yahvé. No deja de ser sintomático que éste sea de los últimos pasajes del Antiguo Testamento. En el Nuevo, bajo un dominio romano cosmopolita que obliga a la coexistencia de judíos y gentiles y que ofrece la posibilidad de una paz duradera, la idea de Dios ya no es la que ampara a unos facciosos que pueden conducir a Israel a su ruina (como en efecto sucedió con la insurrección judía del año 66-70 D.C. cuyo desenlace catastrófico dio lugar al segundo éxodo). Aquí la alternativa que se ofreció con la nueva idea de Dios es una que trasciende la tribu -con todo y sus preciados agravios- y que adquiere un significado universal; al mismo tiempo es un Dios no sólo de la ley, sino del corazón y uno -esto es fundamental- que renuncia a más sacrificios de sangre después del acontecido en la cruz. Toda esta transformación o evolución en un mismo paquete, por así decirlo, atestigua el paso de una deidad épica a una altamente civilizatoria.
Esta nueva idea de Dios no dejó de tener, sin embargo, una relación problemática con la polis pagana y es por ello que terminó desarrollando la noción de lo privado, de lo sagrado del hogar y la familia para resistir lo mundano. Nace así con particular fuerza la idea de la vida interior del individuo que no obedece al mundo pero que, desde el capullo de la esfera privada, se las arregla con él a su manera y con sus reservas. Esta fue una de las delimitaciones esenciales que terminaron configurando la vida en occidente: lo público y lo privado, cada uno con sus respectivos valores y reglas. Es cierto que el cristianismo experimentó regresiones no menores en el medioevo, pero su coevolución con la polis grecolatina fue crucial y le vacunó de una degeneración teocrática. A su pesar, esa delimitación de esferas y valores fue lo que a la postre dio lugar al proceso de secularización que es el rasgo definitorio de la modernidad. El Dios del Islam no experimentó tal proceso evolutivo: tal vez estuvo cerca de dar lugar a un proceso así con el Califato de Córdova o con el Califato Abasí -si a esta último no los hubieran aniquilado la invasión mongol a Bagdad en el año 1258 de nuestra era. El punto es que el momentum civilizatorio del Islam parece que llegó a un límite en parte por circunstancias históricas pero en mucho también porque su idea de Dios no ayuda. Quedó así atrapado en su teología épica y tribal que sólo le deparará disfuncionalidades para el futuro. Los terroristas no representarán al Islam, pero ciertamente sí a sus enfermedades y- como bien saben los médicos- hay enfermedades que dicen mucho sobre el paciente. Es entonces que la única secularización que conocemos es una derivación del cristianismo y quizás debiéramos entender con los acontecimientos de París -creyentes y no creyentes por igual- que secularización y cristianismo se necesitan uno al otro mucho más de lo que quisieran reconocer cada uno por separado. Y sí, contra ambos, se enfilaron los actos terroristas. Una vez más: no sólo se trata de contar cadáveres. Bienvenida sea entonces la identificación desde México con Francia en su doble significación religiosa y secular.
Queda, sin embargo, un problema que me atrevo sólo a esbozar aquí. La barbarie desatada en París no es un estúpido y manifiestamente contradictorio intento de proclamar la superioridad del orden moral tribal sobre el de la civitas. Hay algo también netamente moderno en estos perpetradores y no me refiero a su reclutamiento yihadista vía Internet o redes sociales, sino a algo que les liga a cierta cultura política de la insurrección francesa alguna vez cobijada, y aplaudida desde los mismísimos cafés parisinos que ahora los insurgentes han hecho sus blancos. Es quizás una peculiaridad de Occidente el coquetear con el odio hacia sí. En Francia ello ocurrió durante el proceso de descolonización posterior a la segunda guerra mundial y en particular durante el proceso de la independencia de Argelia. Fue ahí cuando debutó el terrorismo en París y panfletos como “Los Condenados de la Tierra” de Frantz Fanon encontraron un público receptivo y apologetas como Jean Paul Sartre. Esto a su vez se inscribe en una tendencia a darle una justificación político-moral al resentimiento, muy francesa, y que ha conducido a una diversidad de discursos auto invalidantes de los logros de la cultura occidental, encontrando su expresión más acabada en la prédica de toda la clique posmodernista parisina. Es un virus que se filtró en el ambiente hace más de cincuenta años pero que tomó sus propios caminos y se está pagando ahora muy caro. Fue, desde luego, la invitación a un nihilismo para el que no sólo fueron sensibles los estudiantes ansiosos de dominar un discurso de “deconstrucción” sino también los llanamente bárbaros.
Quiero subrayar aquí ese nihilismo esencial del terrorismo, detectado con lucidez sin igual por la literatura rusa del siglo XIX. El verdadero sueño del terrorista no es la que postula en su discurso (llegar a la utopía /retornar a la arcadia) sino el acto de violencia mismo. Por un momento, el perdedor, el que sabe que el curso normal de la vida le va a derrotar, es dueño de la vida de los otros y experimenta un poder real: es una inyección de adrenalina que supera los efectos de cualquier shot de la droga más poderosa en el torrente sanguíneo. Decide vivir y morir para ese momento -haya o no un futuro mejor. Se trata de auto expresarse en la destrucción y del placer físico de ejercerla hasta consumarse en una suerte de orgasmo de violencia. En eso no se distinguen del sicario mexicano aunque sí con una diferencia no menor: los de estas latitudes no dan por hecho que son superiores moralmente a sus víctimas, mientras que el terrorista sí que lo cree. Dadle entonces a un resentido una razón “moral” para matar, más un poder efímero, y se tendrá en él la más formidable de las armas. Contra eso difícilmente competirá el más sofisticado dispositivo de seguridad. El terrorismo, en suma, es la fusión absurda del nihilismo con una supuesta moralidad “superior”.
Las sociedades de occidente están entendiendo que esa invitación a ser odiadas tiene consecuencias y no lo están comprendiendo en virtud a una crítica a su crítica sino por la mala: a palos. Este es el fin del sueño multicultural, de los relativismos y del discurso políticamente correcto. Lo malo es que ello se da de una manera traumatizada y la sobre reacción promete ser horrible, como ya lo muestra el Frente Nacional en Francia o la cadena Fox y Donald Trump en nuestro vecino del norte. El nuevo drama se despliega a nuestros ojos mexicanos que, como en otras ocasiones, veremos los toros desde detrás de la barrera sólo que esta vez -y a diferencia de las guerras globales del pasado- de nuestro lado seguiremos lidiando con un infierno propio, incomprensible para los demás.
De vuelta a la soledad mexicana…