La historia es el espacio en el cual habita la conciencia de un pueblo, donde se desenvuelve la trama que delinea las formas de vivir y de actuar, de pensar, y define el carácter de naciones y sus habitantes. En ese sentido, la Revolución Mexicana fue un proceso histórico de largo alcance, constitutivo en gran medida de nuestra identidad, cuya épica y declive transitan a lo largo del siglo XX y sus repercusiones alcanzan nuestro tiempo. Compartamos sus postulados o no, apreciemos sus aportes al desarrollo nacional o no, la Revolución es un referente esencial.
Fue definido por múltiples protagonistas y componentes sociales, se desenvolvió en diversas etapas y escenarios. Si bien la idea revolucionaria estalló con la misión de derrocar a la dictadura de Porfirio Díaz, las causas y los objetivos de fondo, a reivindicar por los diversos grupos, fueron distintos. La exigencia de democracia, propuesta por Madero, fue el punto de convergencia. Unió a múltiples partidarios que defendían el ideal de tierra, libertad y autodeterminación de los pueblos; también, por quienes luchaban por mejores condiciones de vida, igualdad, educación y salud para los grupos populares, rurales y urbanos; incluso congregó a revolucionarios más radicales que perseguían una república socialista de trabajadores y campesinos, así como moderados, que congeniaban con la idea de sólo restablecer el régimen constitucional de 1857. Es decir, el proyecto democrático aglutinó a una vasta pluralidad de ideas, posturas e intereses.
La unidad revolucionaria convergió en la demanda esencial de justicia social, que cohesionó y forjó, con la Constitución de 1917, el acuerdo en lo fundamental del pueblo que con ideas y armas dio fuerza y forma a la Revolución Mexicana. Propuso un proyecto de sociedad y nación cuyos ejes eran recuperar los recursos naturales y convertirlos en propiedad de la nación, organizar a la sociedad a partir de un equilibrio en las relaciones de producción, imponer responsabilidad social a la propiedad privada, distribuir la tierra, construir un sistema público de educación y de seguridad social, derrocar el caudillismo y eliminar toda obsesión por cualquier forma de dictadura, así como sentar las bases de una democracia social de carácter nacionalista.
En este escenario el régimen posrevolucionario claramente se manifestó como una alianza de trabajadores del campo y de la ciudad, de la industria y de los servicios, incluidos los de la educación, la cultura, la salud y la ciencia, buscó, además, sumar al empresariado nacional e impulsar así su propia idea de progreso. El movimiento social y político que arrancó en 1910 intentó convertirse en un proyecto totalizador, en cuanto suponía que en su seno y en su plataforma incluiría legítimamente a prácticamente toda la sociedad nacional.
Dos aportes fundamentales de la Revolución Mexicana, que dimensionan ejemplarmente su aporte al desarrollo social, son los avances en educación y salud. En un siglo, de un pueblo analfabeta -más del 82 por ciento de la población no sabía leer y escribir en 1895- se pasó a una nación con una tasa de analfabetismo de 6.9 (censo de 2010), a una cobertura que actualmente permite estudiar a 34 millones de niños y jóvenes en los distintos niveles educativos.
En materia de salud, la esperanza de vida se elevó de forma muy significativa, pasando de menos de 30 años, en 1910, a 76 años actualmente. La extensa mortandad infantil de inicios del siglo XX se redujo considerablemente a partir de la creación del sistema de salud nacional. En 1933, una década antes del nacimiento del IMSS, murieron cerca de 103 mil menores de un año. Al iniciar el presente siglo, la mortalidad anual de infantes se redujo a menos de 30 mil, mientras la población nacional se quintuplicó.
No obstante, el proceso de la Revolución concluyó antes de iniciar el nuevo siglo. El Estado de bienestar posrevolucionario, nuestra tercera vía, operó sobre la base de economía mixta, sustitución de importaciones, política de pleno empleo, subsidio al salario, estabilidad de precios y control de la política monetaria. Ese modelo quedó en el pasado. Pero la Revolución dejó una importante deuda social, específicamente en la reivindicación humana de los desposeídos.
Ahora estamos insertos en la modernidad del siglo XXI. La globalización económica y cultural genera múltiples contradicciones: incrementa la productividad, pero ensancha la desigualdad y la exclusión; expande la democracia, pero fragmenta y desvincula a la sociedad. Ante un mundo convulso, hay que proponer un verdadero cambio que evite discrepancias y frene injusticias. No hay largo plazo para un sistema socioeconómico y político mundial, acotado por el regreso del capitalismo salvaje del siglo XIX, apenas simulado el ropaje tecnológico del presente y un nuevo discurso que acalla voces críticas, que no puede responder a las expectativas de las mayorías ciudadanas, ni siquiera de las minorías.
Concluido el ciclo histórico de la Revolución Mexicana, rotos los mecanismos de intermediación y cuestionados los canales de representación, debemos preguntarnos: ¿qué sigue?, ¿cuáles postulados de la Revolución Mexicana debemos -podemos aún- rescatar?, ¿cuáles paradigmas de la globalización? Acaso el punto de coincidencia radica en la justicia social, de una, con la entronización de los derechos humanos, de otra, ya que su ámbito alcanza los aspectos civiles, económicos, culturales y políticos. Es decir, la justicia social es la síntesis de los derechos humanos y éstos no son otra cosa que la justicia social.
Requerimos una democracia con adjetivos: electoral, social, incluyente, participativa, deliberativa, sustentable. El desafío es que el poder político y el poder económico estén al servicio de la democracia y las causas ciudadanas, a favor de los derechos humanos y la justicia social. ¿Es esta la utopía del siglo XXI?