En su exitoso libro El secreto de la fama (que me regaló mi amigo Alfredo Muñoz Delgado) Zaid hace una mordaz crítica a una de tantas aristas del mundo de los libros y los escritores, sobretodo toca el punto de las citas, del exceso de ellas que inunda el mundo editorial (y de lo cual podría declararme culpable) lo que lleva a que muchos libros no sean sino una especie de plagio que se construye con base en cientos de citas de otros libros.
En Zelig (1983) un falso documental, el genial Woody Allen además de ser guionista y director, interpreta a un hombre que tiene la asombrosa facultad de transformarse en la figura e imagen de aquéllos con los cuales convive, vaya, prácticamente es un camaleón que lo mismo puede transformarse en judío, nazi o músico de jazz. Esta es una de las más geniales comedias del director neoyorkino, no sólo por su interesante técnica de narrar la historia como si fuera realidad, por su excelente pista sonora que hace de nueva cuenta homenaje al jazz que tanto ama, sino que una vez más Allen se desnuda y muestra sus filias y sus fobias, pero sobretodo sus miedos.
Desde las citas sin cita de algunos compañeros de La Jornada Aguascalientes, pasando por el “error” de Elenita (En El Miedo a los Animales Enrique Serna ya había descrito cómo se las gasta en el tema de la mafia cultural la hoy fiel seguidora de Andrés Manuel) esta semana el plagio fue un tema que salió a relucir, pero que ha dado mucho de qué hablar en la humanidad y en nuestra sociedad, sólo recordemos que hace algunos años un rector de nuestra universidad fue célebre porque uno de sus discursos fue prácticamente una calca del discurso de otro rector de alguna universidad del país.
Sin embargo, tenemos que pensar que los plagiarios no son plagiarios, más bien opinan como Zaid, que dice que “todo texto citado, por definición, está fuera de contexto”, por ello es mejor no citar, para no descontextualizar, en realidad son modernos Zeligs que se mimetizan en los autores que consultan, que se apasionan tanto que pueden llegar a situarse en la posición de los textos leídos.
El plagio ¡quién podría creerlo! no es un perjuicio de la humanidad, de hecho deberíamos abogar por la supresión del Artículo 427 del Código Penal Federal que señala que “se impondrá prisión de seis meses a seis años y de trescientos a tres mil días multa, a quien publique a sabiendas una obra substituyendo el nombre del autor por otro nombre”.
Por ello, no nos extrañe que algunos editorialistas tengan esa extraña capacidad de transformarse en los temas que abordan, sin importar que sea o no su especialidad, sin que afecte el que sea complejo o sencillo el tema, pues podrán, como Zelig, hablar con perfecta soltura: física nuclear, biología molecular, chino mandarín, sus límites son las fronteras de sus bibliotecas o las páginas de internet que consulten.
Mia Farrow, la musa de aquel entonces de Allen, interpreta a una psicoanalista que al estudiar el caso de Zelig se da cuenta de que la transformación es una respuesta al miedo a ser rechazado, de esta forma se adapta a la sociedad, busca en su imitación el ser aceptado. Por ello, a diferencia de el colaborador de este diario Edilberto Aldán que en su columna de esta semana “Borges, Poniatowska, fraudes y mamarrachos”, decía que “mamarrachos como estos plagiadores no merecen segundas oportunidades” yo soy de la opinión que a estos hombres camaleones, que como Zeling, no roban sino que se transforman y se adaptan buscando ocultar su miedo, lejos de expatriarlos de las páginas donde publican, lejos de aplicarles el Artículo 427 de la ley penal, deberíamos conseguirles un psicoanalista que les ayude a superar los miedos de ser ellos mismos. Tal vez precisamente por eso la autora de La Noche de Tlatelolco evita culparse a sí misma y reparte sus errores en los demás, tal vez es parte de su terapia con el psicólogo.