“Si somos marionetas, nuestra mejor opción para dejar de serlo es tratar de averiguar la lógica del titiritero”.
Baruch Spinoza
Con la llegada de los españoles a las islas caribeñas en el siglo XV, las sociedades del continente americano comenzaron un proceso de incorporación a la llamada cultura occidental. El término “occidente” comenzó designando a aquellas regiones europeas que compartían una tradición cultural común heredera de la civilización griega, pero hoy en día el término se asocia al modo de vida que el capitalismo –básicamente desde su era imperialista– ha pretendido instaurar y universalizar. Inmerso en esta civilización, el mexicano “occidental” es parte de una cultura que se dedica a organizar desde el bullicioso ajetreo el gran vacío existencial humano, el cual es el germen causante de las patologías sociales actuales.
En la década de los 60, Michel Foucault explicó que en el capitalismo actual, el poder no sólo existe y se ejerce desde un espacio político soberano, sino que se expande circulando a través de una intrincada red social en que se entrecruzan multitud de micro relaciones de autoridad situadas en distintos niveles que se apoyan mutuamente y se manifiestan de manera sutil. A través de ellas se difunden las estrategias de biopoder o biopolítica que promueve el Estado sobre temas de “vida” como la fecundidad, la salud, la educación y la seguridad para procurar el “bienestar” de la población y modelar conductas y comportamientos. En otras palabras, el Estado asegura la energía de su sistema a través de la administración y el aumento de la fuerza vital y productiva de su masa o cuerpo político.
Sin, embargo, en un ensayo titulado Bioexistencia, Ontopolítica del vacío en Occidente enfermo (que extractaré a continuación), Luis Sáez Rueda da cuenta de que, paradójicamente, estas estrategias de “vida” en el capitalismo generan su contrario: un aumento del vacío que redunda en procesos de muerte.
El hombre, expresa, es una unidad discordante y dual entre la fuerza (el impacto, la vida) y el sentido (la comprensión, la existencia), que se manifiestan a un mismo tiempo y en un mismo acontecimiento. La fuerza es ciega sin un sentido, y el sentido es vacío sin la fuerza. Pero más allá de ser sólo esta unidad, el hombre, dice el filósofo español, es un ser de extrañamiento, es decir, de interrogantes sobre sí mismo y quien tiene la capacidad de verse desde fuera con perplejidad y asombro (como con la muerte ajena). Con base en ello y de manera natural, su centricidad (el sentirse copartícipe de su propio mundo) y su excentricidad (el sentirse extranjero en su casa), lo mantienen en una situación errática continua (entre sentirse radicado y erradicado de su medio), lo que genera un puente entre ambas perspectivas, un puente productivo y fecundo que lo motiva a “ser”.
El nuevo espíritu del capitalismo ha abatido este puente vital, lo ha desfundado. Es el gran simulador: nos induce a creer que somos agentes autónomos y productivos, al mismo tiempo que nos pone al servicio de la expansión del capital, robándonos la libertad. Desde los años 90, el bombardeo desmesurado del capitalismo ha generado en nuestra sobresaturada sociedad una desintegración inherente capaz de llevarnos a la esquizofrenia colectiva, y ha producido asimismo una impotencia generalizada o parálisis para responder a la entrada masiva de estímulos. Por eso es que hoy en día las políticas neoliberales, lejos de abonar a la vida, están al servicio de la expansión del vacío y la muerte, aprovechando que una sociedad desintegrada e inmovilizada es incapaz de crear respuestas.
Occidente se transforma mediante repeticiones (gatopardismos, como decimos por acá), que no crean sino variaciones de una misma voluntad de dominio. Esta civilización está enferma porque bajo la apariencia de progreso y cambio convierte todo lo existente en “cosas” cuantificables, acumulables y puestas a la disposición del arbitrio humano. Es la occidental una sociedad del auto estrés, colapsada en la inmovilidad y que vive en el vacío aun en medio de vertiginosos procesos de transformación tecnológica y económica que sólo expanden los niveles de cantidad y contenido, pero no de cualidad y forma. La abundancia y el tenerlo todo al alcance de la mano generan la ficción de que no necesitamos nada, y nos inducen a demostrar además que somos muy felices. Llenamos nuestro vacío devorando productos comerciales y sueños de éxito, fama, gloria y reconocimiento para saciar nuestra falta de potencia para promover un nuevo mundo; engullimos cursos de auto realización, prácticas de relajación, amistades virtuales y videojuegos, y tragamos con ansiedad afectos y desafectos para convencernos de que no estamos solos.
Pero lo estamos. Las tendencias políticas, económicas y sociales neoliberales continuarán su curso cada vez con mayor frenesí hasta tarde o temprano devastarlo todo. Sólo del pueblo, de esa gran masa informe y desarticulada, pueden dimanar voluntades educadas y organizadas que logren transformar los sistemas y cambiar el rumbo de las cosas. La desoccidentalización es el camino: el retorno a las entrañas de los valores trascendentes y originarios del ser humano puede ser la gran diferencia.n