Una manta flota a unos metros de mi oficina. Hago una mueca. Debe ser un error en la secuencia de comandos. Alguien leyó un encantamiento en voz alta e interrumpió el sueño legendario de algún espíritu travieso. Quizás se trata de una broma de dios. ¿Para qué exagerar? Es un juego que preparó mi esposa y un par de amigos cuando saqué a pasear al perro. Están esperando mi reacción. Mañana apareceré en YouTube y seré de los más vistos junto a Yuya y Werevershdejstumraarrow. La manta voladora ulula, tiene un par de agujeros donde debería haber ojos pero no se ve nada, sólo una oscuridad abismal y vertiginosa. Quíhubo. Le digo a la cosa que está debajo de la manta: Life is a pigsty. Daddy-O Cool.
La manta voladora, en vez de hablarme en idiomas perdidos y secos, me hace pensar en los actores que interpretan fantasmas. Beetlejuice, por ejemplo. Hamlet. O la Navidad de Dickens que cada vez es menos común en las épocas decembrinas (¿con qué la habremos reemplazado?). El actor se entrena durante años para guardar emociones. Los personajes de un actor, de una obra, son construidos a través de este amalgama de emociones ajenas. Puede decirse que un actor es un intérprete de fantasmas: emociones que ya pasaron, que pueden ser ya de otra persona, se combinan y conjuran una aparición frente a nosotros. ¿Pero qué pasa cuando un actor interpreta a un fantasma? La humanidad que fue, la humanidad que ya no es. El espíritu es una simulación incompleta de sentidos, la grabación que se repite de aquello que ya se fue, de lo que ya está roto. Entonces… ¿un actor se convierte en un espectro? ¿Vive con los pies en ambos mundos?
Éjele. A los más fantoches les gustaría decirnos que sí. No hagan caso porque luego se ponen insoportables.
Quizás pienso en actores y en fantasmas porque, además de tener una manta voladora en la entrada de mi oficina, leo una novela noir: La jungla del asfalto, la cual también fue una película de John Huston. Cine negro. Recuerdo vagamente la película (escenarios muy oscuros, actores con una dicción perfecta, paredes perpetuamente grises) y, ahora que leo la novela, la reinvento gradualmente en mi memoria. Por el placer de joder, pongo a Marilyn Monroe donde no va mientras que Jean Hagen me ve anonadada y cansada. Tú también prefieres a la güera, menudo imbécil. Ojalá me perdonen pero los fantasmas también viven en la cabeza, en la memoria. Los actores son sacos de huesos que sirven para completar los recuerdos que, más bien, son caprichos y se convierten en medicina, en panacea. Así fue, decimos, ¿y realmente así fue?
Nuestros muertos, sus gracias pasadas, constantemente reconfiguran nuestra cabeza para validar nuestros actos y mejorar nuestro presente. Ningún adulto se hace adulto hasta que pierde al primer abuelo o al primer padre. Algunos necesitan perder a ambos. Después del duelo, un día despertamos y nos descubrimos reinterpretando a nuestros fantasmas: palabras, actitudes, modismos, verbos, ropas. Alguien, lejos (eso nos gusta pensar), hizo un conjuro impuro; el espíritu que despertó en nosotros fue el de nuestros viejos. No somos nosotros, nunca lo fuimos. Somos el resultado de una escalera de tropiezos, desgracias y algunas risas. Bueno, habrá que ver a quién encontramos debajo de la manta: ¿será Monroe, Hagen, Hamlet, nuestro abuelo o nuestro propio rostro? Prefiero no saber. Esperaré a que la manta voladora se vaya para ir por un helado.