Fue un día martes. Un once de septiembre de hace catorce años. Pocas fechas de nuestra vida han pasado a la memoria con el detalle del lugar o el lujo del recuerdo sobre lo que hacíamos y con quién estábamos en esas horas.
Eran mis días de estudiante, yo seguía un curso de italiano del que no tengo ningún recuerdo más que éste: salir rumbo a la cafetería para encontrar el televisor a todo volumen, rodeado de decenas de universitarios atónitos. La tensión en el ambiente no se parecía a ninguna otra que haya vivido: había una extraña mezcla de pena, de incertidumbre, de asombro e inclusive de emoción y un tipo de discreta alegría por algunos sectores. Yo recuerdo con indecible precisión la imagen que surgió en mi mente al leer la cintilla que anunciaba cautelosa que pudo tratarse de un ataque terrorista: Troya. Era un vuelo doméstico comercial. Por horas y horas la misma toma del segundo avión estrellándose de lleno con la torre.
Esa mañana los seres humanos cambiamos. Algo nació y murió en todos los que tuvimos noticia del atentado. Sin importar las filias o las fobias, la suscripción política que toma postura sobre Estados Unidos de América, ese día algo cambió para siempre en nosotros. Para júbilo de unos y angustia de otros la nación más poderosa había sido vulnerada. No había sitio seguro ni inmunidad para nadie.
Ya había cámaras para cuando llegó el segundo avión: el terror se había televisado. Vimos por primera vez la muerte múltiple en vivo y en directo: las personas que se arrojaban del edificio -dijo Saramago al respecto- “como si buscaran una muerte que les fuera propia”.
Lecturas se le han dado al fenómeno y de todo tipo: precisamente Saramago, que no tenía ninguna filia particular para con USA (recordemos que estuvo comprometido con Cuba -o con Castro- hasta su muerte), publicó una famosa columna en El País, “El factor Dios” donde dice lo que el hombre ha construido de Dios, o los dioses que éste ha construido han terminado siendo el factor decisivo para esta violencia: “Y fue en el ‘factor Dios’ en lo que se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones. Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el “factor Dios”, ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.” También se ha sugerido que el propio gobierno de Estados Unidos concertó el ataque: esa noción de lo que un gobierno es capaz de hacer, la sola sospecha, dice mucho de la condición propia del ser humano. Otra posible lectura fue esa extraña satisfacción de que el pueblo más poderoso del mundo haya sido vulnerado, una -incomprensible para mí- sensación de justicia y vindicación de los pueblos marginados.
Dice Jean-Paul Sartre: el hombre es un acto de libertad. Somos la libertad misma y estamos, por ello, imposibilitados a su renuncia, estamos condenados a ser libres. Somos, por lo tanto, un proyecto perpetuamente abierto: una prórroga. El ser humano no es algo terminado y de las decisiones de cada hombre pende su identidad abstracta. “Eligiéndome, elijo al hombre” escribió. Hace diez años el ser humano eligió para sí mismo una nueva forma de concebirse: dejamos en claro -aún cuando ya sabíamos de Ruanda, del África Subsahariana, de Auschwitz- en vivo y en directo de lo que éramos capaces (la propia transmisión televisiva se incluye en el fenómeno). Dimensionamos la posible atroz condición del hombre. Reafirmamos que somos capaces de morir y de matar por un premio metafísico imposible -o al menos improbable-. Que luchamos por un instinto de libertad, aunque se reduzca a arrojarnos del piso 78. Que podemos sospechar lo más terrible (solo imaginar que el propio gobierno norteamericano le hizo eso a sus civiles habla mucho de nosotros). Que seamos capaces de celebrar esas muertes también habla de nosotros, de nuestro retorcido sentido de justicia, y por supuesto de los rencores que podemos ir creando, generando por un lado y atesorando por el otro para que el infortunio colectivo devenga en júbilo.
Dice Jean-Paul Sartre: el hombre es un acto de libertad, eligiéndome elijo al hombre. Ese día nos elegimos y de alguna manera parece que no estamos muy decididos a cambiar.
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