Nuestros vecinos sirios han soportado las peores cargas
durante años, con generosidad ejemplar, y ahora necesitan
nuestra asistencia. Cada país, y cada gobierno, necesita tener
un plan claro que afronte sus obligaciones internacionales
y que haga balance de las necesidades de los ciudadanos.
Angelina Jolie, en su comparecencia en la ONU en abril de 2015
Quizá la segunda consecuencias más grave de los conflictos bélicos -la primera es, desde luego, la multiplicación de la muerte- es el desplazamiento de las personas. Y ciertamente no necesitamos remitirnos a la experiencia de la Guerra de los Treinta Años, 1914 y 1945, para apreciar en toda su intensidad el profundo drama humano que se condensa en estos desplazamientos: basta mirar lo que al respecto ha pasado en los últimos diez años, donde el número de personas obligadas a abandonar su comunidad o países por causas bélicas se incrementó, de acuerdo a registros del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en 59% al pasar de 37.5 millones de personas en 2005 a 59.5 millones en 2014, un nivel sin precedentes desde 1945. Es más que probable que 2015, concluya con un registro de desplazamientos aún mayor.
En el centro de esta oleada de desplazamientos, está la lucha por el poder en Siria. A cinco años de haberse iniciado, esta lucha se ha prolongado tanto por la ofuscación criminal del dictador Bashar al-Assad, como por la ineficiencia de los diversos movimientos insurgentes, la emergencia e intensificación de las operaciones y control de territorios por parte de ese proto-estado terrorista llamado Estado Islámico y, desde luego, por la disfuncionalidad diplomática y militar de los principales actores en el escenario internacional como Estados Unidos, Rusia y Europa.
Para lo población civil, esta guerra no ha sido una continua suma de catástrofes y dolor, y ha llevado a que la única opción para sobrevivir sea huir de Siria. Según datos del ACNUR, en los cinco años que lleva el conflicto se ha generado poco más de 4 millones de refugiados, esto es cerca del 18% de la población total del país. De éstos, 47.4% encontró refugio en Turquía, 27.2% en Líbano, y el restante 25.4% en Jordania (15.4%), Irak (6.2%), Egipto (3.2%) y otros países del norte de África (0.6%).
La situación de estos millones de refugiados es crítica. Hay tres razones para ello. La primera es que los desplazamientos implican, necesariamente, la pérdida de las condiciones de vida y trabajo que hacen posible la supervivencia diaria (el hogar, el trabajo, los ahorros, las pertenecías) así como el debilitamiento de las redes familiares, sociales o institucionales, con las que eventual o permanentemente las familias y comunidades cuenta. Reconstruir estas condiciones de vida y trabajo y esas redes de protección en los países anfitriones es ciertamente una tarea extremadamente difícil, sobre todo en ausencia de programas deliberadamente diseñados para ello.
La segunda razón es que los países a los que inicial y mayoritariamente se han dirigido los refugiados, los países fronterizos de Siria, no cuentan con los recursos económicos suficientes ni con programas de atención delineados para recibirlos y atenderlos de manera adecuada. No es factible que esta situación se revierta y lo que se puede esperar, en el mejor de los casos, es que estos países mantengan abiertas sus fronteras.
Finalmente, una tercera razón es que ni la Organización de las Naciones Unidas ni otras instancias multilaterales o nacionales cuentan con suficientes programas de asistencia ni con los campos de refugiados requeridos para albergar un número tan alto de desplazados como el que se está observando. De hecho los refugiados que han encontrado lugar en estos campos son una minoría del total de desplazados, además de que, para complicar las cosas, el financiamiento que reciben es, por decirlo eufemísticamente, escaso.
Dado este escenario no ha sido extraño que en los últimos meses miles de sirios optaran por cambiar de zona o país de destino y hayan vuelto sus miradas hacia Europa. Ni la lejanía ni los mayores costos y riesgos de traslado han desincentivado este cambio de preferencia: según registros del ACNUR, sólo de enero a junio del presente año más de 300 mil personas escaparon de Siria en dirección de algún país europeo.
Y cabe no olvidar, que estos migrantes no están saliendo de su país en búsqueda de mejores condiciones de vida u oportunidades laborales, lo que no sería en absoluto reprobable: salen impulsados por un razón más básica y apremiante: salvar sus vidas y la de sus familias, escapar del infierno cotidiano en que el terrorismo, el de Estado y el del fundamentalismo religioso, ha convertido sus vidas.
Sin embargo, ni la Unión Europea como órgano multinacional ni ningún país en particular estaba preparado ni deseoso de recibir esta oleada de migrantes forzados. La negligencia e irresponsabilidad prevalecieron. Las consecuencias, entonces, no podían ser otras que las que hemos visto en las últimas semanas: intensificación del drama humano (para empezar poco más de 2, 600 de los 300 mil desplazados fallecieron al tratar de cruzar el Mar Mediterráneo), caos en las fronteras, incertidumbre generalizada.
Los únicos sectores que han sido beneficiarios de todo esto, han sido los grupos de criminales que controlan las rutas y tráfico de Siria a Europa y los políticos y sectores europeos de derecha que han reanimado sus impulsos xenofóbicos por no hablar de las momentos de absoluta estupidez como los protagonizados por la cretina húngara Petra László.
La comunidad internacional está, entonces, ante una crisis migratoria realmente seria con muy pocos precedentes. Desafortunadamente, y este es parte no menor del drama, el hecho es que después de décadas de proclamar la necesidad de contar con instituciones internacionales adecuadas a los nuevos desafíos y retos del contexto internacional, no existe hasta ahora la capacidad institucional para poner en marcha una respuesta humanitaria y a la vez fríamente pragmática a la altura del problema.
Y si bien una respuesta seria debe provenir desde la comunidad internacional, al parecer la Unión Europea ya está finalmente trabajando en ello fijando cuotas nacionales, en tanto llega esta respuesta la única esperanza para miles de refugiados son las iniciativas provenientes desde los ámbitos nacionales. El mejor ejemplo es el de la Alemania de Merkel, el peor el de la Gran Bretaña de Cameron y, contra todo pronóstico, el de los países de Europa del Este.
Pero regiones y países geográficamente más distantes a Libia también están empezando a involucrarse. En América Latina, Argentina, Venezuela y Uruguay ya han manifestado su disposición a recibir algunos miles de refugiados en tanto el papa Francisco ha pedido a las parroquias católicas de América Latina que se presentan a acoger al menos a una familia de migrantes.
Ante este panorama México tiene una oportunidad abierta para dar nuevos aires a su tradicional política de asilo. Como es sabido, y salvo el tristísimo caso de la diáspora judía entre 1935 y 1945, en diferentes momentos del siglo pasado, México abrió generosamente sus puertas para recibir a miles de refugiados que escapaban de la guerra y las dictaduras. Así ocurrió en la segunda parte de la década de los treinta al recibir a la migración republicana que huía de la Guerra Civil y, cuarenta años después, cuando se recibió a los exiliados políticos de Centro y Sudamérica que huían de las dictaduras militares. Apenas si es necesario señalar que de ambas episodios, México obtuvo innumerables beneficios.
Hoy, la crisis migratoria ofrece a México la oportunidad de mostrar, a propios y extraños, de que, a pesar de sus graves e innegables problemas, sigue siendo una nación que no olvida que la solidaridad entre los pueblos del mundo es algo más que un mero recurso retórico.
Sería deseable, además de loable, que el país generara una iniciativa que, definiendo una cuota específica de refugiados a recibir y delimitando con prudencia, sentido compón y sensibilidad, las condiciones tanto de recepción como de permanencia en el país, se diese cabida a refugiados sirios que deseen venir a México, sea temporalmente o de manera definitiva. La iniciativa deberá, inevitablemente, ser acompañada de recursos económicos suficiente y apoyos institucionales (por ejemplo en educación, vivienda, alimentación) pero también requerirá, de manera incluso más apremiante, de la abierta participación de los ciudadanos, empresas, Organizaciones no Gubernamentales, clubes sociales e iglesias y, en fin de cualquier tipo de organización o instancia social, para hacer de esta diáspora una experiencia menos dolorosa y dramática de lo que ya es.
Admitir a refugiados sirios no significa hacer nuestro un problema de Oriente Medio y Europa, sino ser parte, modesta pero digna, de la solución. O, dicho de otro modo, hay aquí una oportunidad para que el país asuma en serio las responsabilidades y el protagonismo que tanto ha reclamado para sí ante la comunidad internacional.
Con ello, se podría empezar a reconstruir la mala imagen que hoy prevalece en el ámbito internacional en torno a nuestro país, a la vez que, a nivel interno, podríamos contrarrestar un poco el fatalismo y desasosiego que hoy predomina en el ánimo y las percepciones de la mayor parte de la sociedad y dándonos así la oportunidad de reconocernos, de nuevo, como un país que sabe ser solidario con el dolor de los demás y responsable ante la comunidad internacional. Darles la espalda a los sirios es darle la espalda a una de sus mejores tradiciones, la del asilo humanitario.
*El presente artículo surge por una conversación sostenida recientemente con Rodrigo Negrete, un amigo surtidor permanente de provocaciones intelectuales no siempre fáciles de evadir.