La semana pasada vi el puesto de tacos de tripas más hermoso que he visto en mi vida. Está en el mercado de La Merced de la Ciudad de México. Bueno, en uno de los puntos del mercado, porque es inmenso, y lo es ahora más. Cierto, hacía años que no me paraba en esos rumbos, como hace años no visito otros cuadrantes de esta ciudad; y seguramente nunca he conocido muchos más. No creo que exista un habitante de la ciudad que haya visto cada esquina, cada cruce, cada local. Es imposible, porque la ciudad es una entidad que se mueve, se riza, se eleva, se hunde, y se metamorfosea cada día. Esta ciudad se reinventa siempre.
Sí, desde la semana pasada recreo en mi mente el puesto de tripas, porque no quiero olvidarlo: es una forma de creer que es inmortal, que la ciudad no lo cambiará, que la ciudad no lo desvanecerá. Debí tomarle una foto, pero tuve miedo de sacar mi celular. Fue una actitud de niña asustada que ahora siento constantemente en las calles. Fue una estupidez, porque en cualquier lugar se esconde la fatalidad, pero en verdad atesoro mi celular, me lo regaló una amiga y de perderlo no podría remplazarlo. Además, mi foto sólo hubiera preservado un trocito del puesto mentado, pues sólo un fotógrafo profesional podría encontrar el ángulo exacto para robarse la esencia del lugar. Bien mirado, esto último también es imposible. ¿Cómo atrapar el aroma o el movimiento de los cuchillos?, ¿cómo grabar el burbujear del aceite hirviendo? Nada puede encarcelar esas hileras de tripas que parecían desbordarse sobre las piernas de los comensales como una cascada imposible, como un oleaje de lo más íntimo, de lo vital y el desperdicio, de la vida y la muerte. Necesitaría todas las fotos para plasmar el color rosado aquí y el dorado allá de esos holanes cárnicos, tan parecidos a esos que descubrí en la infancia, cuando aprendí, por azar, a fruncir un trozo de tela; sólo para descubrir que ese holán no tenía propósito: se antojaba la falda majestuosa de una muñeca o el remate de una manga de un brazo que mi imaginación no había aún creado. Sí, las tripas son como los holanes de la falda que a veces la muerte se pone en las fiestas, tan catrina ella, tan sonriente, tan blanca. Eso, es la falda grasa que recorre las venas y se acumula en el corazón, amada, desposada, querida, que besa los labios y el paladar. Como la muerte, así, una amante untuosa.
Qué pena no sacar una foto por miedosa, porque aunque soy chilanga de siempre ahora temo perder mis posesiones; vigilo mi cartera y los pesos que suelto cuando compro algo; temo perder como esos animales anónimos han perdido las entrañas para que floten en el aceite hirviendo y despidan algo de su alma en un remolino de humo que recorre los pasillos de un mercado en una ciudad casi subterránea, con toda la vida en sus anaqueles y toda su muerte en los trozos de animal prestos a cocinarse.
Ni modo, otro día será, ahora mi falta sólo me muestra la imposibilidad de las palabras, porque no me bastaría describir el puesto de tripas al modo de Balzac, no todos verían lo que yo vi, o lo que creí ver, o lo que ahora quiero creer que vi. No hay espacio en estas líneas, en estos caracteres tan mudos, como esos animales que dieron sus tripas para que otros paladearan su vida extinta.
Tal vez toda la magia sólo se esconde en mi obsesión, lo sé, ya he hablado de tripas, de su sabor y su textura casi elástica, de su tersura, de cómo aparecen en lo que veo y en lo que leo. Así, como ese cuadro de no sé quién, del que no entendía casi nada al verlo por vez primera: ese santo yaciente con su vientre abierto con discreción del que emergía tímida una tripa que alguien más ensartaba en el huso de una rueca. Yo me preguntaba ¿qué quiere tejer ese hombre, qué tapiz inaudito terminara haciendo con ese triperío vuelto hilo? ¿Cómo será la urdimbre, la moverá el viento? ¿Qué ojos la contemplarán? ¿Serán como mis ojos que esto contemplan? Los mismos ojos que hace unos días contemplaron las tripas fritas en el puesto hermoso, fijos en las planchas de acero, brillantes dos veces gracias al fuego que todo purifica; y todo calcina, como esos otros santos en las piras, con sus tripas cociéndose dentro, en el vientre no eviscerado; hombres como ollas de lenta cocción. Y ahora me pregunto ¿estallaban al final, se los comían los perros? O acaso eran devorados por los monstruos de todos los cuentos, esos que comen miedo del mismo modo que yo como tripas.
Lo entiendo ahora: el miedo es la víscera del alma humana, se mueve y gruñe pero no a voluntad. La tripa-miedo que digiere, limpia y al final arroja todo lo que no sirve, todo lo infesto. El miedo flota en esta ciudad y en otras, sólo para que yo escriba mi minuta y me arrepienta de no haber tomado una foto que sólo tendría importancia para mí.