He tenido la maravillosa oportunidad de charlar, por lo menos en un par de ocasiones, con el maestro Carlos Prieto, para quien esto escribe, el mejor violoncellista mexicano, ambas ocasiones en diferentes visitas del maestro a nuestra ciudad para tocar con la Orquesta Sinfónica de Aguascalientes. El maestro Prieto es un apasionado de la música rusa, de hecho, él consiguió una beca para estudiar en Moscú, justo en el momento más álgido y tenso de la Guerra Fría.
Pues bien, en una de esas charlas tan amenas que el maestro me concedió, entre sorbos de café, me confesó su irreprimible pasión por la música de Dmitri Shostakovich, bueno, el maestro me lo aclaró, por una parte de la producción musical de Shostakovich. El maestro Prieto me decía, con un gesto de incredulidad en su rostro, que le costaba trabajo entender cómo es que el mismo compositor puede tener obras tan grandes, tan sublimes, y otras tan limitadas y tan conformistas.
Por supuesto que ahora el maestro Prieto lo entiende, como lo entendemos todos los que sentimos aprecio por el impresionante pensamiento musical de Shostakovich. Yo creo que en este punto todos los que gustamos de la buena música estaremos de acuerdo, cuando Shostakovich componía música para él mismo, cuando hacía música por la música, sin la intención de agradar a nadie, hacía cosas portentosas, verdaderamente impresionantes, el problema era cuando se veía en la necesidad de agradar el miope criterio musical de las autoridades de su país, que no tenían algún empacho en calificar lo que les viniera en gana como “música burguesa” y contraria a los ideales revolucionarios de la Unión Soviética.
Stalin fue una piedra en el zapato, no sólo para Dmitri Shostakovich, sino para todos los grandes artistas que vivieron sometidos en el régimen de Stalin que censuraba sin piedad y descalificaba sin misericordia a través de la pluma de los críticos de arte en general y de música en particular que tenía en el diario Pravda.
Dmitri Shostakovich fue uno de los blancos favoritos del cruel régimen estalinista que, gustoso, pasaba la guillotina a cuanta creación artística consideraba sospechosa, así que el atormentado y genial Shostakovich vivía un interminable y desgastante vaivén con el régimen, en ocasiones era enaltecido hasta alturas inhóspitas, en otras era derribado sin piedad, de hecho, como sucedió, por ejemplo, con su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, inspirada en un clásico homónimo de Nikolai Leskov, de la que Pravda dijo que era “caos en lugar de música”, sin embargo, fue reconocido como un genio con obras como su Sinfonía Quinta, su Quinteto para Piano de 1940, con la que obtuvo dos veces, consecutivamente, el Premio Stalin, o su Séptima Sinfonía de 1941 que celebra la resistencia de Leningrado, hoy San Petersburgo, frente al asedio de Hitler. Pero en 1948, cuando se redefine la estética del realismo socialista soviético, golpea nuevamente al compositor, concretamente a su Sinfonía Novena. Después parece reivindicarse con El canto de los bosques en 1948, vuelve a verse censurado en 1962 con su Sinfonía No. 13, en donde utiliza los poemas de Evtushenko en donde se hace referencia a la situación que vivía el pueblo soviético bajo el régimen de Stalin, tales como el antisemitismo, el miedo como forma de vida cotidiana, la opresión y el servirse del pueblo para beneficio personal, obviamente era impensable que el régimen consintiera tan semejante irreverencia, así que después de muchas y radicales modificaciones al texto, que terminó por ser algo completamente diferente a su concepción original, la obra pudo ser interpretada otra vez en la Unión Soviética, después de este incidente, podemos considerar que Shostakovich pudo trabajar con cierta tranquilidad, claro, siempre sometido a los caprichos del régimen, de hecho, algunas de sus más grandes y maravillosas obras no pudieron ser estrenadas hasta después de la muerte de Stalin.
Esta dramática historia de Shostakovich como compositor “oficial” del régimen inicia en 1927 con el encargo que se le hace para componer una sinfonía que conmemorara el aniversario de la revolución de octubre, así inicia ese, ¿cómo llamarle?, probablemente romance, no sé, esa extraña relación marcada por una singular alternancia de guiños, coqueteos, y las más amargas denostaciones que el maestro tuvo que soportar durante casi toda su vida creativa.
En sus orígenes Shostakovich estaba muy interesado en corrientes musicales de vanguardia que poco o nada tenían que ver con la eterna Rusia, específicamente se nutría de la música de compositores como Alban Berg, Paul Hindemith o Igor Stravinsky, y en este contexto, compuso obras verdaderamente atrevidas, como la ópera La Nariz, pero después de este periodo, que no deja de ser brillante, el maestro fija su atención solamente en su país, y se nutre de estas fuentes milenarias y generosas, finalmente la vieja e inmortal Rusia tiene mucho folclore, es con un abismo insondable de recursos musicales, poéticos y prácticamente, algo que decir en cada una de las bellas artes, así es el viejo Palacio del Invierno.
Dmitri Shostakovich murió hace 40 años, el 9 de agosto de 1975, con sus facultades creativas intactas, incluso florecientes, seguramente dejó muchas cosas inconclusas, mucha música en el tintero, muchos borradores y apuntes apresurados que seguramente jamás conoceremos en su inagotable fuente de inspiración. Al morir había terminado su Sonata para Viola y Piano, Op. 147, notamos en sus últimos trabajos una inmensa amargura y una obsesión irreprimible por la muerte. Creo, a reserva de que tú, que amablemente has aceptado esta invitación al banquete, me corrijas, pero el violoncello le debe a Shostakovich algunas de sus más célebres páginas en el período contemporáneo, sin duda el maestro Carlos Prieto tiene razón al apreciar tanto la música de este inmenso compositor ruso.