-No puedes ayudarme, señor. Estoy acabado. Ninguno de los dos sabíamos lo que nos esperaba. Ahora sabemos por qué el Pantano de la Tristeza se llama así. La tristeza me ha hecho tan pesado que me hundo. No hay escapatoria.
(La historia interminable, Michael Ende)
Hay una idea que se ha estado susurrando en mi cabeza cuando quiero irme a dormir. Se trata de esa sensación de desolación que, cuando uno la piensa con detenimiento, resulta tan absoluta y terrible que dan náuseas o punzadas en la columna; hablo de esas noches en las que esta conmoción es más fuerte que la somnolencia provocada por un día agotador. Es un insomnio voluntario y nostálgico. Me refiero a la desesperanza en dosis puras y directas.
Ahora mismo me causa risa recordar una anécdota de mi infancia, pero que en su tiempo fue tan fuerte como la que podría sentir cualquier anciano o adulto. Recuerdo todos los festejos y preámbulos relativos a la llegada del año 2000: celebraciones religiosas, preparaciones de fiestas familiares, eslóganes y anuncios televisivos con juegos tontos de palabras, así como bromas por la próxima utilización de trajes metálicos y carros voladores. Una en especial fue la que marcó mi experiencia. Ahora no recuerdo exactamente por qué, seguramente alguien me hizo creerlo, pero estaba convencida de que el mundo iba a terminarse a las 00:00 horas del 1 de enero del 2000. Convencida como puede estarlo un fanático religioso. Mi tristeza era tal que lloraba desconsoladamente en los rincones, escondida para que los adultos no se burlaran cruelmente de “mis ocurrencias”.
Como pasa con la ligereza de los niños, el susto desapareció a las 00:01, y ahora me río de mi ingenuidad porque ya no recuerdo el malestar, pero estoy segura de que nunca había tenido un sensación tan saturada de abatimiento. Pienso que mucha gente ha tenido esa impresión apocalíptica, aunque con sus respectivas variables y razones, y no es cada cambio de milenio, siglo o década, sino cada quincena, semana o día. No hablo sobre una desolación por miedo a que se acabe el mundo, sino a la emoción per se, absoluta y aterradora. Lo que me pregunto es la forma en la que uno llega a ese grado, cuáles son los agentes que fortalecen ese desierto emocional tan grande.
La desesperanza podría definirse como un desánimo total ante algo que todavía no sucede o termina de suceder. Tiene que ver con el futuro siempre, pues se trata de una angustia en la que damos alguna situación por perdida. En todo momento, en mayor o menor medida, alguien ha sentido desesperanza. Es algo natural en la existencia del hombre, cuyo destino es la incertidumbre y la expectativa.
Lo que he pensado, además de recordar ésta y otras anécdotas, es que hay mucha gente que siente lo mismo que yo sentí, y que es algo que se acumula junto con el esmog y se contagia en las miradas y los silencios de la gente en las calles, en las oficinas, en las escuelas, en las casas y en las camas. Creo que no es casualidad. Si bien es una cosa natural, esto ya huele a epidemia.
Estoy convencida de que detrás de la desesperanza de unos se encuentra el negocio de otros. Provocar un vacío así en las personas tiene su chiste y un objeto. No se me malinterprete con teorías de la conspiración ni con los famosos complots. Sólo estoy persuadida de que el único factor que puede estancarnos para intentar conseguir condiciones de vida dignas, es precisamente la desesperanza. Creer que nada va a cambiar, que no hay nada por hacer. Ésa es un arma poderosa, porque es sutil y efectiva; vence al intelecto y agota toda fuerza e integridad si no se está debidamente protegido e informado. Es una artimaña de grandes guerras y estrategia de más de una batalla en la historia. Alguien me dijo alguna vez que por eso fueron inventados los superhéroes, para motivar artificialmente a una juventud hastiada de desolación.
Pensemos en un ejemplo reciente. Las encuestas electorales. El gran negocio de estas empresas publicitarias no era nada más crear un mito de triunfo en el sentido positivo, sino que su verdadera efectividad radica en desalentar a la oposición que se encuentra aislada. Todos los ciudadanos desinformados, que viven al día sólo con los medios de comunicación vendidos al mejor postor, son blancos fáciles de estas estadísticas falseadas. Nada más letal que hacerle creer al enemigo que ya está derrotado, que es inútil luchar. Nótese cómo ya hablaban las malas lenguas de quién iba a ser electo, incluso mucho antes del principio de la contienda electoral. Yo creo que es efectivo, en lo personal también fui presa de este desánimo.
Hay que hablar de una consecuencia muy importante de la desesperanza: la apatía, ese repugnante estado de ánimo que nos convierte en muñecas oxidadas de un aparador social de la manipulación. La apatía es el triunfo de los que controlan las masas, de los que obtienen beneficios cuando nos volvemos ceros a la izquierda. Lo peor de todo es que, si bien es un estado inducido, mucho tiene de voluntario; ser apático es rendirse, bajar los brazos ante un peso imaginario.
¿Para qué luchar, si de cualquier forma voy a pagar lo mismo? ¿Para qué quejarme, si nadie va a escucharme? ¿Para qué manifestarme, si sólo voy a conseguir insultos y humillaciones? ¿Para qué esforzarme, si no hay cambio? ¿Para qué ser honesto, si nadie lo valora? ¿Para qué me educo, si finalmente los tramposos triunfan? ¿Para qué pienso, si no podré alzar la voz? Son preguntas como avispas que se incrustan para fortalecer el desánimo total.
Un doloroso fenómeno que me hace pensar en la desesperanza, es la creciente ola de suicidios en nuestro estado. La gente ya no tiene nada que perder; lo mismo da ser médico, vendedor, desempleado, drogadicto o cadáver. Yo no puedo comprender qué motivo puede ser más fuerte que el deseo de vivir, que el instinto de supervivencia en su sentido más sobrenatural, que el aferramiento hacia lo que amamos y poseemos. Pero yo he sido afortunada. Todos tenemos algo en la vida, o eso prefiero pensar, aunque sea algo pequeño; instantes que hacen que valga la pena una siglo. A eso me aferro. Sin embargo, algunos han perdido toda luz en el horizonte; no ven más calma después de la perpetua tempestad. Y es que hay gente que trabaja para quitarnos lo poco que tenemos, hablando material e ideológicamente, buscan desposeernos.
Es absolutamente cierto que Aguascalientes y México necesitan un nivel de vida estable, con condiciones de salud, trabajo y paz disfrutables, que creo que son de las cosas más urgentes. Pero hay algo central que no se puede cambiar si no es desde su raíz: hay que demoler la desesperanza con educación, con cultura, con la certeza de que se puede salir adelante. Veo que el problema de los programas sociales es que están deshumanizados y resuelven metas mezquinas de muy corto plazo; el gobierno no sólo debe procurar la cantidad del bienestar, sino la calidad; no solamente una forma, sino un fondo. No basta con tener un empleo, algo de pan y circo; exigimos dignidad.
La desesperanza es muy contagiosa y se consigue a base de discursos y represalias muy poderosas y constantes; pero la esperanza es más potente cuando la gente se reúne y alza la voz, grita “ya no puedo más” y se pone de pie para construir algo. No hay que resignarse, hay que ser críticos y estar preparados emocional e intelectualmente.
¿Algunas curas que sugiero? La lectura, el arte, la conversación con gente que piensa diferente, la reflexión constructiva y no depresiva, el fomento a la espiritualidad (como sea que cada uno la entienda); hay que ejercitarse un poco, educar y educarse, salir del egocentrismo, actuar, disfrutar, responsabilizarse. Gobierno y ciudadanos debemos procurar una ciudad y un país donde se pueda vivir, porque ya estamos hartos de solamente sobrevivir. Pido algo para mi gente, algo real a qué aferrarnos.
– Gabriela de Alba Jiménez