Los trillizos Jiménez adquirieron identidad propia durante la preparatoria. Los tres tenían el mismo corte de cabello en la base aunque el copete, y la cantidad de gel, solía cambiar dependiendo del hermano. La diferencia más significativa era el tipo de ropa. Los trillizos Jiménez parecían una caricatura: uno vestía como deportista, otro vestía de vaqueros y polos desfajadas, y el último se vestía como un mirrey, aunque reemplazaba el rosario con un collar de castañas, porque todavía estaba chavo y era su pequeñísimo amuleto rebelde, el último resquicio honesto que neceaba en conservar antes de pedir la entrada a su verdadero templo.
Recuerdo vagamente al mirrey Jiménez y su ingreso a la nación Lobuki. El rito de iniciación era molestar a los imbéciles que no tomaban ningún partido, a los raros, a los de playera negra (Nirvana, Helloween, Gokú o Wolverine; no importaba. Lobuki Nation no discrimina) o los que no tomaban parte de sus valiosas conversaciones: qué licores le robaban a sus padres, qué viejas del Miguel Ángel se habían fajado, cuál era el nuevo auto familiar y cómo lo habían conducido para irse de peda en Valle o en Cuerna.
Lobuki Nation, una nación aparte, cría desde jóvenes a sus soldados, sus lobos, y los prepara para un mundo ajeno al nuestro. ¿Qué guerra secreta pelean? Aún no lo sé pero aprendí con el tiempo que esos jóvenes también estaban atormentados como uno. Debían estarlo. Al acabar sus clases, regresaban a sus casas con un estrés postraumático equiparado al de un soldado gringo de ficción y la única manera para aliviar las penas, alcanzar un solaz verdadero, era beberse el güisquirri del padre. Subtítulo: Lobuki Nation a los ojos de Joseph Campbell.
Yo era uno de esos imbéciles. No usaba playera negra pero me gustaba platicar con los raros, los incómodos, los de atrás. Sabían otras cosas. Tenían mejores historias. Yo nunca robaría el alcohol de mis padres o conduciría el auto para la peda de Valle porque era hijo de madre soltera y apenas podíamos pagar la colegiatura de ese pequeño purgatorio. Desde el principio estaba condenado a jamás pertenecer a Lobuki Nation.
Jiménez se fijó en ello. Recuerdo al joven enclenque, veinte centímetros más chaparrito que yo, su cabello engominado, y como los primeros días trató de molestarme para usarme a mí de rito de iniciación y que lo dejaran ingresar a su tribu. No recuerdo mucho de ello. Quizás no hice mucho caso y como diría Carver: “in this manner, the issue was decided”. Al menos de mi parte. El otro lado no estaba dispuesto a perdonarme. Mandaron a su Comandante para salvaguardar el honor de su pequeño debutante. Un tipo altísimo, muy blanco, de ojos verdes y cabello castaño claro que solía usar camisas rosas, rosarios y botas. La última vez que me insultó nos agarramos a golpes. El milagro es que lo expulsaron a él.
Por alguna razón aún hoy lo recuerdo con cariño. Si me lo encontrara en la calle, lo abrazaría y hablaría de aquellos tiempos para desconcierto de ambos.
Los otros cachorros me dejaron en paz, Jiménez incluido. Como expulsaron a su Comandante después de nuestra pelea, supusieron que yo tenía algo que ver. No hice nada, a mí sólo me usaron de excusa. Era imposible explicarles que aquel chavo era demasiado mirrey para su propio bien: no estudiaba, faltaba a la escuela y los únicos días que iba, era para ir directamente a donde yo estaba sentado y estrenar los insultos que aprendió en el vientre cósmico de alguna loba de falda corta y lentes oscuros.
Después de eso, la escuela simplemente sucedió: tareas, vacaciones, exámenes semestrales, la misa de los viernes, el padre nuestro de todos los lunes y Jiménez, con su nariz cómicamente perfecta y triplicada, bajaba la mirada y acariciaba su nueva cruz. Rezábamos pero yo fisgaba a Jiménez. Me preguntaba para autocompadecerme, y también preguntaba descaradamente a Dios, antes de mi agnosticismo definitivo; ¿por qué estoy aquí y por qué Jiménez se ve con tanta paz, como si tuviera una línea directa con los misterios del río místico, mientras los otros nos sentimos tan abandonados, depositados por accidente en un mundo que parece pertenecerle a él, a ellos, los solemnes que no paran de rezar y que después del rezo, durante los descansos entre clase y clase, empiezan con la bravuconería de siempre: las viejas del Miguel Ángel, las pedas en la alberquirri y los autos aspiracionales con los que se endeudarán en el futuro y para toda la vida?
Los cachorros en el recreo perseguían al hijo del político, al sobrino de la actriz o a la fabiloba para ver si por fin le sacaban un favor de chachas. En los descansos fumaban, reían escandalosamente, forjaban una amistad del mejor modo que podían con la tranquilidad de que, a pesar de que su personalidad estaba configurada de un modo semejante al del otro, eso garantizaba una especie de vida normal, un camino a seguir, un punto donde las preocupaciones, aunque escalaran de tamaño, seguirían siendo las mismas, porque la diosa Lobuki es así de buena y de agradecida cuando no se olvidan de ella.
Un día nos llevaron de retiro espiritual a un albergue de niños abandonados. Sí, convivimos un rato con los niños y después hicimos unas fabulosas dinámicas de trabajo en equipo, honestidad, reflexión, crecimiento espiritual y liderazgo. Todo el paquete en unas horas. Cuando imagino a mis acérrimos enemigos (los contadores), los visualizo tomando retiros perpetuos e interminables de productividad, getting things really done y charlas de Ted amoldadas a sus risas estridentes y sinceras, pero eso es tema de otra ocasión. El día del retiro, por excusa de la religión, nos sentaron en un círculo y algún profesor sanguinario dijo: muy bien, es hora de decirnos las netas, ¿quién quiere empezar?
Recuerdo el rostro de Jiménez. Me miraba a los ojos de una manera inusualmente intensa. Temblaba su boca. Tragó saliva muchas veces. Alzó la mano. Después de tanto tiempo de ignorarnos, no sabía qué esperar de él: una confesión romántica, una disculpa, una absolución por sus pecados o por los míos. Era hora de decirnos las netas. Yo no sabía dónde meterme. Y con qué neta podía corresponderle. Tenía miedo, mucho miedo, como sólo los chavos pubescentes pueden tenerlo. Jiménez acarició su cruz. El maestro le dio la palabra.
–Quiero decirle a Agustín que me parece un falso.
Los otros cachorros se acordaron de mí y le hicieron eco. Agustín es un falso, sí, eso es Agustín. El profesor dijo que estaba muy bien, que no había por qué agredirnos, pero que estábamos para decirnos las netas. Le pregunté a Dios si yo existía, si no era una ilusión. Entré en una especie de trance metafísico del cual, desde entonces, no puedo escapar: ¿existo? ¿soy real o soy falso? Recuerdo a Jiménez rezando el Padre Nuestro. Recuerdo que lo miraba a unas bancas de la mía y entonces descubrí la verdad: para él no soy otra cosa que una falsedad, a sus ojos no puede ser que exista alguien que hable con los raros y, a su vez, consiga que expulsen al Comandante Lobo a través de su misterioso carisma y su jodidez. Jiménez dejó escapar todo el aire de su pecho y relajó su cuerpo. Se libró de una verdadera opresión que lo consumía: mi falsedad. Lobuki Nation es implacable con sus caídos y los métodos para alcanzar su redención.
Desde entonces, cuando una mosca pasa frente a mí, recuerdo que fui un falso. Al menos lo fui para unos muchachos. Para ellos, quizás, fui la primera imposibilidad, esa piedra más grande y difícil de digerir, que se encontraron en su camino para hacerse hombres. Claro. Estoy siendo amable conmigo mismo. Probablemente ya me olvidaron a lo largo de muchas botellas de bacardí blanco y muchos muslos liberados de vestidos entallados (o de vaqueros y botas. Lobuki Nation no discrimina siempre y cuando uno se mantenga civilmente discreto).
Quizás Jiménez hizo lo correcto y durante la universidad, cambió de tribu, se quitó la camisa, el rosario y dejó solamente el collar de castañas que tanto le gustaba; se convirtió en surfero, en el hippie honorario de alguna costa virgen de México. Tal vez tenía razón: desde el principio, él estaba seguro de quién era él o quién sería mientras que yo, aún el día de hoy, permanezco aquí, frotándome la nuca, recordando nuestro breve encuentro pueril y falso y preguntándole a dios en quién me convertiré el día de mañana.