Pasados dos meses exactos de mi ingreso al PRI, una conmoción brutal vendría a despertarme de mi vitalicio letargo cívico-electoral: la noche de Tlatelolco, como la bautizó Elena Poniatowska. No estaba enterado a fondo, pero sí al corriente de lo que nos informaba Excélsior -a cuyo frente estaba Julio Scherer y su equipo, el medio de difusión menos controlados por el gobierno- acerca del conflicto entre mi alma máter, la Universidad Nacional Autónoma de México, conducida por la voz rebosante de firmeza y dignidad del rector Javier Barros Sierra, que hacía brillar como nunca las armas de la inteligencia y el decoro en defensa de las garantías ciudadanas plasmadas en la Constitución, frente al gobierno represor de Gustavo Díaz Ordaz. Ese 3 de octubre de 1968, los muros blancos de la Plaza de las Tres Culturas ostentaban las manchas de sangre del más espeluznante de los sacrificios humanos que las mangueras fueron incapaces de borrar.
A pesar de desconocer los entretelones del drama, comprendí con toda claridad que yo, al igual que la inmensa mayoría de los mexicanos, había permitido con mi pasividad y mi indolencia cívica la debacle en que se debatía el país con la pérdida progresiva de las escasas conquistas alcanzadas con la sangre derramada por el pueblo en los tres intentos de liberación: la Independencia, la Reforma y la Revolución.
Mi primera reacción, impulsiva, fue la de ir al PRI de inmediato a presentar mi renuncia, pues yo no podía pertenecer a un partido comandado por represores del pueblo. Afortunadamente las circunstancias me lo impidieron, lo que me dio tiempo para actuar con prudencia y, utilizando la reflexión objetiva apoyada en la experiencia y el conocimiento adquiridos, adoptar una decisión que me permitiera conciliar el deber vital con mis valores personales y el deber cívico, a fin de contribuir a encontrar un modelo eficaz de trabajo para despertar la conciencia ciudadana.
Esas y otras muchas cavilaciones me llevaron a la conclusión de que, por lo pronto, debería trabajar primero en solitario para prepararme, llenando muchos de los huecos que había en mi formación política. Uno de ellos era el tema electoral, porque aunque en ese momento ya estaba convencido de que el sistema de partidos estaba al servicio de la oligarquía y en consecuencia era inoperante como instrumento de lucha del trabajador, allí estaba alojado un derecho fundamental que los ciudadanos no hemos sabido aprovechar.
Ese año de 1968 que algunos llegaron a considerar como parteaguas de nuestra historia, me parecía sugestivo para empezar a pensar en buscar soluciones diferentes al viejo problema de la anhelada justicia social.
El hecho es que sin establecer confrontaciones con nadie y a nadie darle explicación alguna, me concentré en mi trabajo en el IMSS y en las clases que impartía en el Instituto de Ciencias. No sin dificultades logré que en el PRI se fueran olvidando de mi persona hasta que finalmente se convencieron de que no me interesaba en absoluto y me dejaron en paz.
Antes de continuar adelante, me parece conveniente mencionar el hecho de que la masacre de 1968 no fue un hecho casual ni aislado; los documentos secretos que el gobierno de Estados Unidos da a conocer periódicamente, confirmaron lo que todos sabíamos: que ese gobierno, por conducto de la CIA (Agencia Central de Inteligencia) y no el comunismo internacional, fue quien armó la trampa dentro de toda una política de desestabilización, golpes de estado y asesinatos de gobernantes democráticamente electos en toda América Latina para imponer dictaduras militares.
El intento que hicieron en México 1968 no les dio resultado porque el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional, general Marcelino García Barragán, expulsó de su despacho al embajador de Estados Unidos cuando le fue a proponer el golpe de estado la misma noche del 2 de octubre.
Sin embargo, a partir de 1973 la mayor parte de América Latina se vio envuelta en el período más negro de su historia independiente a raíz del sanguinario Plan Cóndor instaurado por el imperio con el golpe de estado en Chile mediante el asesinato del presidente Salvador Allende, con el brazo criminal del traidor Augusto Pinochet y proyectado a toda la región en lo que se conoce como el negro período de la guerra sucia.
El terrorismo de estado campeó en la región con el propósito de aplastar los movimientos de liberación que por toda la región había despertado la triunfante revolución cubana.
Estados Unidos, después de perder Cuba y estando a punto de sufrir su primera gran derrota militar en Vietnam, trataba de sostener su hegemonía en América Latina.
Es dentro de este delicado panorama mundial que la siguiente campaña electoral mexicana estaba por empezar a fines de 1975.
(Continuará)
Aguascalientes, México, América Latina