La semana pasada les comentaba de algunos libros para niños que, extrañamente, no han sido traducidos al español -o que han sido traducidos al español de otras latitudes, lo que los vuelve comprensibles pero no familiares. Pero ¿qué hacemos si ninguna editorial mexicana se anima a traducir ese libro al que nuestra muchachada le trae ganas? En alguna charla que le escuché, el escritor y Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua Felipe Garrido proponía que, ante libros así, lo mejor es ayudar al niño o niña a entender las palabras menos familiares antes de comenzar la lectura. Él ponía por ejemplo “La Princesa y el Guisante”. Quizá lo recuerden ustedes: un príncipe busca esposa y requiere que sea de pedigrí. La madre del Príncipe le propone que ponga un guisante bajo los muchos colchones de la cama donde dormirán las candidatas (de una en una, no crean ustedes que todas juntas) y que las princesas de verdad notarán la diferencia. Bueno, a reserva de que otro día platiquemos acerca del pedigrí y los matrimonios arreglados (aunque lo bonito del cuento no es eso, sino la importancia de ver más allá de las apariencias), platicaba el Maestro Garrido que supo de una niña lectora que estaba muy confundida con el cuento: ¿cómo podían poner un guisante bajo los colchones y que sólo una princesa se diera cuenta? Al platicar con la niña, resultó que ella había imaginado que un guisante era una persona que guisaba. Es decir, un cocinero. Una vez aclarado el punto, el desconcierto de la niña era muy comprensible. Y una vez que ella supo lo que era un guisante (chícharos, les decimos nosotros) comprendió mejor la historia, si bien le pareció menos enigmática y emocionante.
Ahora bien: supongamos que un profesor o una profesora de primaria va a leerle este cuento al grupo a su cargo. Bien podría empezar llevando una bolsita de chícharos y pasándosela a los niños y niñas: “A ver, mishijos: ¿qué es esto?” La muchachada respondería a una voz: “¡Chícharos!”. Y el o la profe: “¿Ah, pero saben que en otras partes del mundo se les dice de otro modo? Por ejemplo, en inglés, se les dice peas. Y en francés, son petit pois, que significa pequeño lunar. Y en otros lugares donde se habla español se les dice guisantes. De hecho, les voy a leer un cuento donde cada vez que se diga guisante tenemos que pensar en un chícharo. Pero no en uno cocido, que son blanditos y sabrosos, ¿eh? Vamos a pensar en un chícharo crudo, así como éstos. A ver, pásenlos y siéntanlos, vean que son duros como canicas, ¿verdad?…”. Y entonces sí, podría arrancarse con el cuento. Por supuesto que también se puede hacer en casa. Y también se podría jugar, por ejemplo, a poner un chícharo en el piso y que el niño o niña se acueste encima, con la espalda sobre la semilla. Luego poner una sábana encima del chícharo y volver a intentar, y luego una cobija… y así hasta ver cuántas capas hacen falta para no sentir el chícharo bajo la espalda.
Por el contrario, una mala manera de abordar el asunto sería darle al niño o niña el libro en español de España y un diccionario, y decirle: “busca todas las palabras que no entiendas”. Esa es una excelente manera… de quitarle la diversión a la lectura. No me malinterpreten: creo que es una gran idea y que muchos niños y niñas lo disfrutan mucho, pero no se puede llegar a eso sin pasar antes por ejercicios de sensibilización, casi que sea el pequeño lector quien pida el diccionario y no que éste sea una imposición. Por cierto, parte del chiste de mi propuesta, como pueden ir viendo ustedes, es que el adulto lea junto con el niño, haciendo un poco la labor del traductor. De hecho, mi sugerencia es que el adulto lea antes el libro para que pueda anticiparse a las inquietudes que podría tener el chiquillo (o la chiquilla, como diría aquel expresidente) y que, al terminar la lectura, se dedique un rato a jugar con los diferentes significados, reales o inventados, que puede tener una palabra. Por ejemplo, si en un cuento sobre trenes se habla de los durmientes, se puede jugar a imaginar qué pasaría si, en vez de unas tablas entre los rieles fueran unas princesas encantadas. Si en un libro argentino los niños se suben a la calesita (que es nuestro carrusel), preguntarnos como a qué suena la palabra y qué cosa podría ser antes de dar la definición. Si en una traducción española mandan a Harry Potter al chiringuito… ¡ay, pobre Harry! Pero bueno, explicar que el chiringuito es como la tiendita de la esquina y ponernos a pensar en otros nombres ridículos, salidos directamente de nuestra imaginación, podríamos usar para los negocios que conocemos: ¿cómo le dirías a la farmacia? ¿Y a la papelería? ¿Qué nombre le darías a la ferretería? (Verán ustedes que, además de divertido, puede servir para aumentar el vocabulario. ¡Y no sólo el de los más chiquitos!