Rincón de Romos, seguramente 1943. Mi primer encuentro con elecciones legislativas fue a los seis años de edad cuando un día, al salir de la escuela, me detuve a leer un cartel que apareció pegado en la pared; entrando a la casa lancé la pregunta:
–¿Otra obra pública que se retrasa? Oh, vaya sorpresa, todos estamos sorprendidos…Mamá ¿Qué es ser ateo?
–¡Muchacho de porra! ¿De dónde sacaste eso?
–Es que en la esquina pegaron un cartel como los de las corridas de toros que dice: Soy ateo por la gracia de Dios con letras grandotas y abajo tiene un nombre raro: Aquiles Elorduy.
–¡Ah, ese ateo! deberían de lavarle la boca con lejía.
–¿Pero qué quiere decir ateo, mamá?
–¡Válgame el Señor de las Angustias! Mejor vete a lavar las manos, que ya vamos a comer.
Después mi padre me explicó, por una parte, que la palabra ateo significa “sin dios”, expresión que se utiliza para calificar a las personas que no pertenecen a ninguna religión ni aceptan que exista dios alguno; por la otra, que don Aquiles era un político muy culto que había aceptado contender por una diputación federal como candidato del Partido Acción Nacional, instituto político con fama de tener intereses muy estrechos con la Iglesia católica; pero como él no era religioso, había decidido desplegar aquellos carteles en todo el estado para dar a entender que él no aceptaba la tendencia clerical del partido (Todo esto con la descripción de cada término -raíces de por medio- aún no registrado en mi vocabulario).
Entendí la aclaración política pero en mi mente infantil, educada por mi madre en el temor de Dios, la misa, el rosario, etc., no cabía la idea de negar la existencia de la divinidad; pero mi mayor desconfianza radicaba en la contradicción de aceptar la gracia de un Dios cuya existencia no se reconocía.
La sonrisa irónica de mi padre me dejó entrever que había algo más, pero prefirió no entrar en aclaraciones sobre la actitud mordaz de don Aquiles que, habiendo ganado la diputación en un partido de oposición -que era lo que le interesaba al presidente de la República para dar la imagen de apertura democrática-, finalmente fue expulsado del PAN por incompatibilidad ideológica, si bien él continuó cumpliendo su fructífera función legislativa como diputado independiente, con su proverbial lealtad a los principios constitucionales.
Mi segundo encuentro con las lides electorales fue en 1948 en Aguascalientes, cuando a la edad de once años mi padre me llevó a la Plaza de Armas para escuchar al maestro Vicente Lombardo Toledano, quien sin necesidad de equipo de sonido, pronunció desde el balcón principal del Hotel París -edificio en el que ahora se aloja nuestro Congreso del Estado- un discurso que me sedujo por su claridad y belleza de expresión, en el que explicó las razones por las cuales había decidido organizar el Partido Popular -que años después agregó a su nombre el adjetivo socialista- para que los trabajadores tuvieran candidatos por los cuales votar en las elecciones, para contar en el Congreso Nacional con defensores de los intereses de su clase social.
El tercero fue el año de 1952, cuando se vivía una situación tensa derivada de la actitud entreguista del presidente Miguel Alemán Valdés, quien se ganó a pulso el título de mister amigo, que le dieron en Estados Unidos por su afición a los grandes negocios que lo convirtieron en el primer presidente multimillonario.
La oposición más radical estaba representada por el partido denominado Federación de Partidos del Pueblo Mexicano, cuyo candidato era el general Miguel Henríquez Guzmán, quien lideraba un importante sector de militares decididos a recuperar el proyecto trazado por la Revolución.
Escuchamos el discurso incendiario que pronunció desde un balcón del lado poniente frente a la Plaza de Armas, frente a un nutrido auditorio en su mayoría de hombres resueltos a oponerse al fraude electoral que se veía venir. No faltó quién nos ordenara que nos fuéramos a nuestras casas, lo cual obedecimos de inmediato ante los amenazadores bultos en los cuadriles de los partidarios de Henríquez y de los espías del gobierno. Obviamente ganó el candidato de Alemán que era don Adolfo Ruiz Cortines.
Seis años después, en 1958, justo al cumplir 21 años voté en la Ciudad de México por primera vez y francamente no recuerdo cómo lo hice, porque evidentemente, a pesar de estar en el tercer año de mi carrera profesional no tenía yo la menor idea de cómo ni para qué ejercer ese derecho ciudadano.
Tenía, junto con todos los estudiantes que -en aquella convulsión precursora de Tlatelolco 1968- estábamos participando en las enérgicas movilizaciones en apoyo al movimiento obrero, un fuerte resentimiento en contra del gobierno represor, pero no lo supimos relacionar con nuestra lucha ni aprovechar como arma cívica conjuntamente con el pueblo que nos apoyaba con resolución.
(Continuará)
Aguascalientes, México, América Latina.