Para Sofía Ramírez
Casas que van y vienen por mi frente,
semillas enterradas que maduran
bajo mis párpados, casas ya vueltas
un puñado de anécdotas y fotos,
fugaces construcciones de reflejos
en el agua del tiempo suspendidas
por ese largo instante en que unos ojos
recorren, distraídos, esta página:
yo camino por ellas en mí mismo,
lámpara soy en sus cuartos vacíos
y me enciendo y apago como un ánima.
La memoria es teatro del espíritu
pero afuera ya hay sol: resurrecciones.
En mí me planto, habito mi presente.
Los versos de arriba forman parte de Hijos del aire, poema que escribieron a cuatro manos Octavio Paz y Charles Tomlinson. En la “Noticia” previa explican que para escribir este libro los poetas eligieron dos palabras: Casa y Día, así como un método de trabajo: las cartas cruzadas, Tomlinson escribió el primer cuarteto, Paz el segundo, cada uno terminó la serie comenzada por el otro y así siguieron durante más de un año. Brenda Tomlinson les sugirió el título, que asumieron por la multiplicidad de sentidos de la expresión, tras citar a Pound y Sor Juana, Paz argumenta la elección del título así: “La vía aérea es hoy la más usada, tanto por los viajeros como por el correo. Sin embargo, también ha sido y es la vía tradicional de la poesía: por camino de aire, ‘vagas diversidades’, se propagan las estrofas del poema, ‘iris animados’. Desde su origen la poesía ha sido el arte de enlazar los ecos de las palabras: cadenas de aire, impalpables pero irrompibles. Añadiré que la poesía es también, y sobre todo, un arte respiratorio: inspiración y espiración”.
Regresé a la lectura de Hijos del aire en busca de algo preciso, y como ocurre al leer un poema, encontré otra cosa, que también estaba buscando. Recordaba vagamente que los poetas referían que la casa se levanta gracias a la memoria (los versos son: “Casa por la memoria edificada/ -blancos intermitentes-, más pensada/ que vivida y más dicha que pensada,/ casa que dura el tiempo en decirla”) y quería usar esas líneas para apuntalar la idea sobre la que quería escribir esta semana: la diferencia entre construir con el fuego y la de levantar algo a partir del aire; el título de la columna iba a ser “Castillos en el aire”.
Creí que podría contraponer fuego/aire como puntos de partida para la generación de algo y cómo la polarización y las ideas hechas impiden establecer el diálogo necesario para construir, es decir, nada más fascinante que el fuego como punto de partida, cuando hemos tocado fondo la salida única mejor parece arrasar con un incendio para no contaminar los nuevos cimientos con lo viejo, con las prácticas y hábitos de siempre que impiden mejorar nuestra casa. Además, pocas cosas tan hipnóticas como la idea de arder, en este punto recordé una escena de la novela de José Agustín (Cerca del fuego), de hecho, el final, en el que se proponen una Instrucciones para entrar en el fuego y qué hacer una vez en él, dicen: “Sal ahora del horno, vas chorreando un reguero de llamas hasta los baños. Date una ducha fría. Péinate, ponte loción y vístete. Te sientas a la máquina, golpea las teclas, ellas responden, como siempre, tienes que terminar, sacar lo que ya se había formado sin que lo advirtieras, hiciste que se volviera posible la realidad cortante que al cristalizarse es tan conocida, aquí la tienes, ante ti, nítida en la formación exacta de las palabras que la componen y la animan, le dan vida, la incendian, la hacen arder perennemente, la imprimen en esta página y te hacer ver que, ahora sí, ya terminaste el libro”. Por supuesto, citaría la canción Hey Hey, My My (Into the Black) de Neil Young y su famosísima frase: it’s better to burn out than to fade away; uno, porque soy un hombre que no puede vivir sin referencias, dos, porque creo que cultura es digestión y esas citas me permitirían explicar mejor la idea de por qué es tan atractivo arder.
Sobre los castillos en el aire, en esa columna que ya no escribí, iba a intentar contraponer a lo atractivo del fuego, el menosprecio con que se mira al idealismo, a construir a partir de esperanzas que no tienen fundamento, sólo los locos cimentan en el aire, son ellos los que salen a correr por las cornisas con una golondrina en el motor y una peluca de alondras. Una vez establecido lo anterior, iba a proponer que toda palabra está hecha de aire y ensayar a que sólo la conversación da frutos, no el fuego que fascina, sino el aire que comunica. Eso es lo que creo, lo he escrito de varias maneras, creo que cada una menos afortunada, porque sigo sin comprender del todo cómo es que gana la piromanía, esa vocación de incendio a la que arroja la polarización y todo empuja a las mismas manifestaciones de siempre, los mismos métodos de protesta y dejan al desnudo la incapacidad de construir.
Pero entonces, releí Hijos del aire y me encontré con las palabras que necesitaba decirle a Sofía Ramírez. Me recriminé un poco por la pésima memoria, porque debí entregarle esos versos en el momento en que me enteré de la explosión en Casa Terán, darle esas palabras con la misma disposición con quien se entrega a un abrazo.
Ya tendré tiempo de escribir esa otra columna, sé que puede esperar, tengo la certeza de que para construir castillos en el aire es necesario desconfiar de la coyuntura, la casa donde uno quiere habitar no responde jamás a lo que gritan los otros desde afuera ni a los presagios que dictan que esta es la última oportunidad. Ahora, prefiero usar este espacio para entregar unas palabras de las que me he apropiado, compartir el hallazgo de eso que no buscaba pero me encontró.
Cuando Paz define que desde su origen la poesía ha sido “el arte de enlazar los ecos de las palabras: cadenas de aire, impalpables pero irrompibles”, yo leo una definición que sirve para la amistad, son esos los lazos que sirven para edificar la casa que uno necesita, y si como dice es también “un arte respiratorio: inspiración y espiración”, eso corresponde a la conversación necesaria para comenzar a construir.