Como lo dije la semana pasada, El vientre de París de Emilio Zola es una novela inmensa, un verdadero bodegón del extinto mercado de Les Halles en París. Aunque debería decir una naturaleza muerta, porque propiamente es eso, hija del naturalismo de Zola, y muerta como el propio Zola. Pero me gusta más la palabra bodegón, porque hace referencia a esos lugares donde se cocinaba y vendía comida simple, sencilla, casera, como todavía ocurre hoy en día en muchas ciudades del país gracias a las fonditas.
Es curioso, la naturaleza muerta fue un género pictórico secundario, hasta el Renacimiento, cuando toma un lugar privilegiado gracias a Caravaggio. Las naturalezas muertas pululan, como moscas. Están presentes en cualquier cultura que, por cuestiones diversas, representó lo que se comía, lo que se cocinaba, la materia prima y sus utensilios. Estas puestas en escena han preservado algo de la historia cotidiana que, como he dicho antes, es la primera en perderse.
Me gusta ver bodegones, reconocer las formas del pan similares a las de ahora, los cambios en el color y el tamaño de las frutas y verduras, y todo ese lado mórbido de los cárnicos, pues ahora todo lo conseguimos limpio, empacado, transformado, congelado, deshidratado, sin piel y sin vísceras, sin rostro. Es como contemplar el origen de las cosas, como encontrar el paraíso perdido de lo que decimos es bueno para comer. Por esto, varios pasajes de la novela son doblemente disfrutables, porque pasan por el punto de vista de un pintor, Claude Lantier.
Me gustaría tener el don narrativo de Zola, para recrear cuadros y sinfonías de los supermercados actuales. Reconstruir los estantes con la palabra escrita. No importa; el bodegón persiste: la fotografía publicitaria es la que promueve este género, ya no con fines religiosos o estéticos sino para vender productos. La verdad se me antoja ver bodegones actuales, hechos a la vieja usanza, sobre tela y con óleo: platones de cereales coloridos, latas abiertas impregnadas de aceites y almíbares, fuentes con nuggets de pollo y papas a la francesa congeladas esperando la freidora, tallarines, sopa de letras, galletas de ositos, rebanadas de pan de caja en abanico, cubos de gelatinas de colores imposibles, y todo sobre una cama de golosinas resinosas.
Hasta le escribiría a Zola, al más allá, para que viera nuestros nuevos mercados. Imagino su cara de asombro, espectral, cuando sepa que puedo leer sus libros en mi idioma, en un pdf, sobre una pantalla que brilla como el mismísimo sol. Decirle que aunque lo han criticado, sus novelas todavía nos asombran a muchos lectores. Decirle que en algo tenía razón, pero que el hombre es horrendo no por lo que le toca vivir sino porque está en su naturaleza. Sí, que el hombre es como el alacrán de aquella fábula. Porque aunque en nuestros bodegones todo está empacado y hemos llegado al no va más de la conservación de alimentos, ahorita, en este momento, aquí, en mi mortandad, la gente muere de inanición en algún lugar del mundo mientras yo tengo mi alacena llena de latas cuya fecha de caducidad me hace dudar que dentro de ellas exista algo natural. Compartiremos la cara de asombro, la suya, espectral, la mía de carne y hueso. Nos avergonzaremos al descubrir que la palabra escrita nada puede hacer, sólo sabe preservar y soñarse transformadora. En fin, mejor les dejo un bodegón del buen Zola:
“El año pasado, el día de Noche Buena, cuando estaba yo en casa de mi tía Lisa, el mancebo de la salchichería, ese idiota de Augusto, ya sabe usted, estaba arreglando el escaparate. ¡Ah, desgraciado! Me puso en el disparador por la manera muelle con que disponía el conjunto. Le rogué que se quitara de en medio, diciéndole que yo iba a pintar aquello, con algo de decencia. Figúrese usted que yo tenía todos los tonos vigorosos, el rojo de las lenguas embutidas, el amarillo de los jamoncillos, el azul de los papeles, el rosa de las piezas empezadas, el verde de las hojas, y sobre todo el negro de las morcillas, un negro soberbio que no he podido encontrar nunca en la paleta. Naturalmente, los redaños, las butifarras, las salchichas, los pies de cerdo rebosados me daban colores neutros de gran delicadeza. Entonces hice una verdadera obra de arte. Tomé las fuentes, los platos, los barreños, los tarros; dispuse los tonos y armé una naturaleza muerta asombrosa, en donde estallaban petardos de color, sostenidos por discretas gamas. Las lenguas rojas se alargaban con gula, de llamas, y las negras morcillas, en el canto claro de las butifarras, ponían las tinieblas de una indigestión formidable.”