Me gusta creer que escribir una novela es como preparar una receta nueva, propia, con todos los ingredientes que, en el transcurso de los años, han alegrado las papilas de nuestras pupilas. Al iniciar un proyecto, queda lejos ese momento cuando aprendimos que tal garabato era una letra. De las primeras letras surgieron los nombres de los sabores, la clasificación de las frutas y las verduras, los tipos de cocción, la textura de los tubérculos y el punto exacto de un asado de carne de cerdo o de res. Mientras creamos los capítulos de una novela, también quedan lejos los primeros enunciados, las primeras frituras que intentaron ser un cuento o los panecillos recién horneados que cubrían de aroma los versos y las rimas. Sí, me gusta creer que cuando decidimos escribir una novela es porque uno ha aprendido suficientes técnicas, que es el momento de ejercer el oficio, de atreverse a crear un buen platillo para superar aquello que salamos o aquello que quemamos hasta llenar de humo la cocina de nuestro teclado.
Uno dedica años a la elaboración del platillo y, con suerte, luego encuentra una casa editorial dispuesta a brindar los platos, o sea los libros, para que los posibles comensales lean los sabores de lo escrito. Hoy, 20 de mayo de 2015, estaré en la presentación de mi novela Todos los vientos publicada bajo el sello de Ediciones Cal y Arena. Es una manera de hacer oficial el lanzamiento.
Los platos de prueba de Todos los vientos ya han llegado a varias librerías. Algunos golosos lectores ya han descubierto Umbrías: han probado sus calles, han ido a desayunar a la fonda de la seño Casilda y, seguramente, compartirán el color favorito de la niña Luisa.
Me gusta imaginar que algunos lectores asignarán un sabor a los personajes, a las monstruosas ezliñas y al entorno ficticio que cociné durante años. No sé si lo salé, aunque podría echarle la culpa a la estatua de sal; o al contrario, dejé que Umbrías fuera insípida, pero la culpa sería del agua que amenaza en los subsuelos.
Sí, me gustaría saber qué piensan los posibles comensales, esos probables lectores, porque aquí las hornillas siguen encendidas, y quisiera que mi próximo platillo fuera más sabroso. Por lo pronto, dejo la invitación: imaginen que están en la presentación, en la Ciudad de México, recreen sus sabores predilectos, sus golosinas favoritas o las sopas más tersas que hayan probado. Imaginen, porque de eso se trata Umbrías y la realidad que representa. Les dejo un pequeño adelanto de mi nueva novela, justo el primer fragmento del diario de un tal Roderico:
“El que se jacte de ser buen observador descubrirá la ausencia de niños en Umbrías. Si bien abundan los infantes que extienden los brazos a sus padres y se tambalean, neófitos, al caminar, los niños mayores sólo juegan en las calles durante un breve periodo. Luego desaparecen de la faz de la tierra.
“Los niños han de ser iniciados según la tradición. Cuando la primavera se acerca, y tras cumplir el ritual de La Crucifixión de los Huevos Cocidos, los niños son enterrados en los túneles que serpentean bajo la iglesia a escala que nuestros ancestros erigieron, allá, en el chilar.
“Cabe agregar que los niños no mueren, sólo sueñan en los subterráneos.
“Pasados los meses, los niños son desenterrados. Regresan a las calles convertidos en jóvenes hermosos listos para llevar correspondencia al Kiosco de la Plaza de Todos los Vientos.”