La diplomacia jesuítica / Taktika - LJA Aguascalientes
22/11/2024

 

El Vaticano. 16 de mayo de 2015. Con su típica mirada astuta y dulce, el papa Francisco recibe al presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, y le dice: “Eres ángel de paz”. Días antes de esta entrevista, la Santa Sede había reconocido al Estado palestino, acontecimiento que provocó la decepción israelita.

Al día siguiente, el sucesor de san Pedro canonizó a dos monjas palestinas, Marie Alphonsine Ghattas y Mariam Bawardy. Este evento desata la alegría de la muchedumbre reunida. En especial de los cristianos venidos del Medio Oriente.

Las escenas arriba descritas sirven como introducción al presente artículo, el cual pretende retroceder en el tiempo para descifrar las claves de la diplomacia vaticana bajo la égida de primer pontífice emanado de la Compañía de Jesús.

En 1491, en la provincia de Guipúzcoa, nació Íñigo (o Ignacio) López de Loyola, quien desde muy pequeño se aficionó a las novelas de caballería y soñaba con alcanzar la gloria militar. Su oportunidad llegó en 1517, durante la defensa de Pamplona ante los invasores franceses. Ignacio peleó como un león, pero no pudo evitar la caída de la ciudad y, además, quedó lisiado.

Los galos reconocieron su valor y lo pusieron en libertad. Durante su convalecencia, Ignacio leyó con fervor hagiografías y un relato de la vida de Cristo. Reconociendo su inutilidad para el servicio de las armas, de Loyola decidió dedicar su vida al servicio de la Virgen como soldado de Cristo.

Tras su peregrinación a Jerusalén, Ignacio se dedicó a estudiar el latín en Barcelona y la Universidad de París. Fue precisamente en la capital francesa que, una mañana de agosto de 1534, de Loyola y seis amigos suyos se reunieron en la capilla de San Dionisio, en Montmartre, para hacer votos de celibato y pobreza y se obligaron a ir a Roma para ofrecerse al papa.

De esta manera nació la Societas Jesu -“la orden de Jesús”. Sin embargo, fue hasta 1540 que el papa Paulo III -cuyo nombre mundano era Alejandro Farnesio, hombre diestro y de vasta cultura, pues ordenó a Miguel Ángel pintar el Juicio Final en la Capilla Sixtina-, quien estaba preocupado por el avance del protestantismo, vio la oportunidad de lanzar la contraofensiva.

La bula Regimini militantis ecclesiae (“Régimen de la iglesia militante”) otorgaba sanción oficial a la Compañía de Jesús, la cual se caracterizaba por su rígida disciplina, el rigor del estudio y la obediencia al papa.


Con una creencia ferviente en la educación y la ayuda a los pobres, los jesuitas se convirtieron en la punta de lanza de la Iglesia católica: Pedro Canisio reconquistó espiritualmente a Bavaria para Roma; En China, Matteo Ricci, gracias a su mimetización, generó cientos de conversos; lo mismo hicieron Francisco Javier en India y Japón y Alejandro de Rodas en Vietnam.

La exploración y evangelización del Nuevo Mundo no puede explicarse sin la actuación de los jesuitas en la Nueva Francia (Quebec); la travesía de Jacques Marquette por el río Mississippi; el peregrinaje de Eusebio Kino -cuya estatua adorna el Capitolio en Washington- por la Alta California; y las misiones en el Paraguay. Todo ello bajo el lema Ad maiorem Dei gloriam (“Para la mayor gloria de Dios”).

Fue precisamente las reducciones, o misiones en América del Sur, las que generaron la impresión de que los jesuitas eran un “Estado dentro del Estado”. Presionado por España y Portugal, en 1773, el papa Clemente XIV decretó la supresión de la Compañía. Sin embargo, amenazado por el liberalismo y la masonería, Pío VII decretó en 1814 su restauración.

En tiempos más recientes, fue un jesuita, el padre Edmund Walsh, quien se convirtió en uno de los más grandes diplomáticos al servicio del vicario de Cristo. En 1919 creó la School of Foreign Service, institución especializada en los asuntos internacionales, en la universidad jesuita de Georgetown -posteriormente egresarían de este templo del saber Bill Clinton, el rey Felipe VI de España, el monarca jordano Abdulá y el arzobispo de Nueva York, John Joseph O´Connor.

En 1922, Walsh fue enviado por el obispo de Roma a la Unión Soviética y en 1928-29 fue representante personal del papa durante los “arreglos” que lograron el fin de la Guerra Cristera, donde “su condición de jesuita le valió el apoyo decisivo del prepósito general de la Compañía para doblegar la resistencia de aquellos jesuitas mexicanos que apoyaban a los obispos y los laicos más radicales, comprometidos con la lucha armada”. (Meyer, La Cruzada por México, Tusquets, 2008, pp. 196).

Posteriormente, Walsh asistió a los juicios de Nuremberg, donde entrevistó al profesor Karl Haushofer, quien había influido en las teorías nazis en geopolítica, el famoso Lebensraum -“Espacio vital”.

Para cerrar esta reflexión, me gustaría citar a la intelectual siriomexicana Ikram Antaki, quien dice respecto a ser un miembro de la Compañía de Jesús: “Ser jesuita es ser un cristiano político, y es ser parte de una saga fascinante”.

Finalmente, Jonathan Wright en su libro Los jesuitas concluye: “La compañía de Jesús ha sido siempre una especie de barómetro cultural, un observatorio que proporciona una vía de comprensión del clima intelectual de las tendencias y modas de determinada épocas y lugares”.

Aide-Mémoire.-  Waco, Texas está lleno de wackos.

 

 


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