El Estado de Derecho de un país prevalece en la medida que la ley positiva que le da fundamento es efectiva y vigente como principio irreductible para normar lo que es admisible en la relación de la ciudad, polis, como sociedad total de las y los ciudadanos, y de éstos entre sí como miembros de la organización política superior que es el Estado. México y las y los mexicanos estamos organizados como polis dentro de la ley positiva que es nuestra Constitución Política vigente.
Del principio anterior se derivan tanto las instituciones que estructuran y dan vida a esa polis, principalmente sea dicho los poderes y los órdenes de gobierno, como todos los procesos políticos que prevé para su buen funcionamiento. Bajo este supuesto fundamental, las instituciones no hablan, no caminan, no intercambian, no dialogan, no discrepan entre sí, al igual que no lo hacen las mercancías o valores de cambio para ir al mercado a intercambiarse; ambas formas, las políticas y las económicas, necesitan de “portadores” o representantes de ellas que les den esa vitalidad y, al final, las realicen cumpliendo las leyes, normas y ciclos propios ya sea de la tribuna política, o del mercado al que se trasladaron para compararse con otros o para intercambiarse.
El mercado tiene sentido y razón de ser en la medida que sirve como espacio para intercambiar bienes y valores, cuyo destino final es satisfacer necesidades de sus poseedores; la tribuna política, o mejor dicho aún, la escena política, tiene sentido y razón de ser en la medida que es el espacio público capaz de construir las relaciones indispensables de la polis, para otorgar las paz, la seguridad, el bienestar y la prosperidad a sus socios, que no somos otros que las y los ciudadanos que la formamos.
En un contexto de disputa por la legalidad o no del proceso electoral que culminó el 1 de julio, el candidato contendiente que ocupa el segundo lugar en las preferencias electorales a la Presidencia de la República invoca la nulidad de las elecciones, con base en el supuesto rebase y origen ilícito del gasto autorizado para las campañas, por el candidato ganador en los comicios.
Andrés Manuel López Obrador y Enrique Peña Nieto personifican esta disputa que, en mi opinión, enmascara una realidad sociopolítica mucho más vasta y más profunda, que los incluye pero que no concluye en ellos. En efecto, los dos sujetos contendientes no son los actores únicos y absolutos de la contienda. En ellos se concretiza, sí, una opción política partidaria, pero situados en un Estado de Derecho, deben prevalecer las normas no normadas a su vez de los principios constitucionales que rigen nuestra polis. Esta primera verdad es la que instala el juicio verdadero.
Acalorado que ha sido el debate político por la impugnación personalísima contra Enrique Peña Nieto que indujo principalmente una fracción del movimiento estudiantil #YoSoy132, y retomada con singular destreza por Andrés Manuel y corifeos de su campaña para proclamar urbi et orbi la supuesta imposición mediática presidencial del candidato e ilegal proceder de su gasto ilícito, por ello impugnado; nos han trasladado a un mercado y a una escena política de impredecibles resultados. Esto por el lado de los papeles actanciales que han sido asignados más por estricta propaganda y estrategia política, que por verdad probada de los hechos sociales.
En tal estado de cosas, la evasión de fondo de estos actores políticos es su voluntad manifiesta de no aceptar otro veredicto que el de su propio supuesto: la elección es nula porque está sucia y el candidato triunfador en las urnas es indigno de ocupar el cargo de presidente, por su no honorable comportamiento ético. Ergo, hay que limpiar la elección, anulándola, y hay que reeditar el proceso electoral a la Presidencia aunque sea con los mismos contendientes (¿?). ¿Acaso cabe el punto crítico de que ya erogados cuantiosos gastos del erario, se programen otros de igual magnitud para satisfacción “moral” de los indignados por repulsión a una persona y una marca política?
“¡No pasarán…!” Es la consigna de fondo, eco de un odio visceral que, por cierto, merece un profundo estudio psicoanalítico y psicosocial. Lo sugerí en otra entrega, los protagonistas del repudio e impugnación personalizada al candidato Enrique Peña Nieto, son curiosamente de su misma o muy similar extracción de clase social, de muy cercano grupo generacional, de muy parecida posición social, de formación académica equivalente, de estilo de vida y prácticas culturales y sociales asimilables al mismo patrón establecido por la ideología globalizada de fracciones dominantes del capital; de gustos y modas copiados del Jet Set internacional, de un segmento de la población mexicana que disfruta excluyentemente de los bienes y servicios de la era digital, de las tecnologías del conocimiento y de la información. Esta disociación de pertenencia de clase y de posición ideológica militante indica que algo huele muy mal, debajo de las sábanas que cubren sus filias y sus fobias genéticas y actitudes disfuncionales. En suma, un complejo de Edipo, por el que se odia y se quiere matar al “padre simbólico”. Para declararse emancipados. Sí, definitivamente, da mucho para pensar, ya no en Dinamarca, sino en los hogares de nuestra pequeña burguesía hereditaria y oligárquica.
¿Y de las masas populares cooptadas por las izquierdas, para subirlas a este cuadro actancial de sacrifico público vicario del personaje repudiado? Una vuelta al mesianismo profético que no hará sino declarar el cumplimiento inexorable del presagio ya pre anunciado. La profecía se cumple a sí misma, ¡oh, secreto presagio!
Y, a todo esto, ¿qué dice la ley positiva que funda al Estado Mexicano? ¿Vale o no vale para estos propósitos? ¿Lo que se impone es un estado de excepción? ¿Movimiento social mata derecho positivo? ¿Indignación ética suprime mandato de ley? ¿Suciedad del otro justifica cancelación del orden constitutivo de sociedad? En esto estriba nuestra transparencia y adhesión ciudadana al Estado de Derecho que ya nos refundó.