Sumisión: ya no seremos Charlie Hebdo - LJA Aguascalientes
22/11/2024

La Ilustración ha muerto, que descanse en paz.

Michel Houellebecq

 

La provocación como destino. Sea porque posee un infalible olfato sobre los asuntos que más agitan las horas y los días de su tiempo, o sea por su no menos infalible oportunismo, el caso es que las novelas, ensayos o meros pronunciamientos del escritor francés Michel Houellebecq suelen generar cierto revuelo en la, al parecer, aún escandalizable República de las Letras. Ello, desde luego, no dice nada sobre la calidad de sus novelas ni sobre la poca o mucha lucidez o pertinencia de sus ensayos o pronunciamientos, pero sí nos permite apreciar de vez en vez como las mil y un imposturas de lo políticamente correcto siguen trastocando la sensibilidad francesa…y más allá.

Su más reciente novela, Sumisión (Anagrama, 2015, con traducción de Joan Riambau), lejos de ser una excepción, es quizá el ejemplo más acabado de esta propensión a la polémica con el añadido, trágico e inesperado, de que justo el día en que sale a la venta en Francia, el 7 de enero, es el mismo día en que yihadistas asesinaron a varios editores y colaboradores de la revista Charlie Hebdo…revista que, en una simetría sombría, dedicó su portada de ese día a mofarse del mago Michel Houellebecq y las predicciones que hacía, precisamente en Sumisión, en torno al escenario político y cultural de la Francia de 2022.

Así, la novela quedó ligada de manera inopinada a uno de los episodios más amargos y preocupantes vividos en París en los últimos años, pero también la ubicó en un territorio donde se privilegia una lectura en clave política e ideología y que suele poner en suspenso los méritos literarios o artísticos cualquiera que estos puedan ser.

Ello quedó claro en las primeras reacciones a la novela. La considerable antipatía, indisociable, sin duda, a su misantropía y su machacona misoginia, de la que goza desde hace tiempo Houellebecq entre no pocos de sus compatriotas (incluida su señora madre), le aseguraron de inmediato ataques a su novela y su persona. Pero Houellebecq también se benefició de una pronta defensa de parte de colegas y comentaristas de la más variada especie además de que, por la supuesta islamofobia de la novela y los riesgos que ello supone, debe ser ahora acompañado en los eventos públicos por elementos de seguridad.

Es probable que en este contexto Sumisión no sea leída por mucho tiempo como lo que es de manera esencial, esto es como una obra de ficción. De hecho la mayor parte de los comentarios antes que apreciar o denostar a la novela por sus eventuales méritos literarios y artísticos, han preferido detenerse o bien en el presunto antiislamismo de la novela, o en los prejuicios, iras o temores de su autor (obviando, por la Madona Negra de Rocamadour, que François, el protagonista de la novela, no es Houellebecq), o bien, finalmente, en las insondables consecuencias políticas que pueda tener particularmente entre la comunidad musulmana asentada en Francia y Europa.

Creo, sin embargo, que, y pese al propio Houellebecq, Sumisión ha de ser leída -y apreciada o denostada- como una obra literaria, como una ficción, una ficción política sí, pero cuyos riesgos y hallazgos, alcances y limitaciones son aquellos que le fija su integridad artística y no los que les pretender anteponer una lectura ideológica, en especial aquellas que se hacen al amparo de la corrección política o las bendiciones del fundamentalismo.


Sumisión imagina los primeros días, hacía 2022, de lo que sería una Francia post-secular, una Francia que, ante la perspectiva de guerra civil, opta por llevar por la vía electoral al partido de la Hermandad Musulmana, con una no tan insólita alianza con los socialistas y el centro derecha, al Palacio del Elíseo. La llegada al poder de Mohammed Ben Abbes empieza a modificar el paisaje cultural y la antigua fisonomía propia de una república laica empieza a desdibujarse para dar paso al de, valga el funesto oxímoron, una república islámica. Los signos de ese cambio son varios: van desde el retorno del patriarcado (incluyendo la legitimización de la poligamia) hasta la puesta en marcha de políticas para el fomento de una de una alianza euro-arábica, pasando por el abandono de la mujer del mundo laboral para reintegrarse (vía un generoso subsidio público) al paraíso doméstico, la transformación de la Sorbona en una universidad islámica y el traslado continuo de Arabia Saudita y Qatar hacia Francia de petrodólares que financian todo este proceso de islamización de la cultura francesa.

Dicho esto hay que señalar que Sumisión no es una novela antiislámica o anti musulmana: si alguien sale bien parado aquí son los franceses musulmanes quienes, con inteligencia y prudencia, no sólo saben leer mejor que nadie lo que está sucediendo en su país sino que también saben sacar provecho de ello; la novela tampoco hace diatriba o escarnio de las creencias y costumbres del Islam. En todo caso lo que prevalece es un versión más bien simplista, superficial de todo ello y de sus consecuencias en la vida cotidiana. Houellebecq prefiere, por ahora, dirige su crítica, en ocasiones con una ironía cercana a la condescendencia y en otras con un enfado no disimulado, hacia la sociedad francesa y en especial a dos figuras emblemáticas, el intelectual y el político a los que vemos renunciar sin mayor dramatismo, y dicho a la manera de Weber, a la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades. Esta renuncia es lo va despejando el camino hacia la sumisión, hacía la insoportable levedad de dejar de ser. Si alguno, es esta claudicación el verdadero escándalo que transita y tensa todo el relato de Sumisión.

Ahora bien, en Sumisión todo ello resulta inverosímil no por exceso de imaginación literaria o de falta de veracidad histórica, sino porque la narración en sí misma no está a altura de la fábula que pretende contar. Houellebecq parece considerar que es suficiente esbozar una historia inquietante -tan así que predice el ocaso de una idea de civilización- sin preocuparse demasiado en dotar a su narración de personajes y situaciones literariamente verosímiles o al menos atrayentes. Y salvo François, y en menor medida su joven amante Myriam, judía, no faltaba menos, sus personajes apenas alcanzan a ser meras caricaturas didácticas, despojados de cualquier complejidad, sin personalidad y lenguaje propio, en tanto los hechos, que se suceden uno a uno con gran celeridad sin el menor asomo de tensión dramática, como si bastara consignarnos como se llena una acta burocrática. Digámoslo de otro modo: Sumisión es una novela inferior a sus temas e incluso a otras obras del mismo Houellebecq. Su notoriedad, como quizá el propio Houellebecq podría reconocer, deriva en mucho del barullo de malentendidos y mala fe que le acompaña desde que fue publicada.

El verdadero interés de la novela gravita no tanto en el paisaje francés de 2022, sino en el itinerario vital de François, cuarentón universitario que, para no variar en la fauna que se suele encontrar en el mundo de Houellebecq, lleva una vida más bien desencantada, asentado en la previsibilidad de un puesto académico en la Sorbona (su campo de especialidad es Joris-Karl Huysmans, el escritor decimonónico, católico tardío), con una vida intelectual, afectiva y sexual que conoció mejores momentos.

François, al tiempo que va narrando el ascenso político de la Hermandad Musulmana va dando cuenta también de la sucesión de pérdidas que lo llevarán a un punto de inflexión en su vida, al momento de su conversión. François pierde a su amante (y con ella cualquier posibilidad de amor, que no de sexo), después a sus padres (su única relación filial), su trabajo (y con él su relación con Huysmans su mejor amigo, pero no una generosa pensión) y, finalmente su fe religiosa. En lo que es el último momento en que François hace un esfuerzo para conservar su fe visita a la Virgen de la capilla de Notre-Dame. Pero el gesto es inútil: “[La Virgen aguardaba en la oscuridad, tranquila e inmarcesible. Poseía la grandeza, poseía la fuerza, pero poco a poco sentí que perdía el contacto con ella, que se alejaba en el espacio y los siglos mientras yo me hundía en el banco, encogido, limitado. Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero, y descendí tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento.”

Así, como si fueses un Job contemporáneo puesto a prueba no por la crueldad de Dios, sino la de la historia, François empieza a escuchar las nuevas sirenas de la salvación, a ponderar los costos-beneficios de una conversión indolora y redituable, hasta que acepta reingresar a la Universidad y declarar solemnemente “Doy fe de que no hay sino un Dios y Mahoma es su profeta.”

Houellebecq ha declarado que el título inicial de la novela era La conversión, con lo que deseaba subrayar el itinerario religioso de su protagonista. Sin embargo, el mismo Houellebecq son tiene empacho en añadir que en Sumisión “no hay verdaderos creyentes, ni cristianos, ni musulmanes”. Y sí, si algo está ausente en la novela es esa “búsqueda espiritual que es un viaje al interior, ese drama que es psíquico antes que político y que se ocupa de la liturgia, la doctrina, las disciplinas contemplativas y la exploración del corazón, y no del estruendo de los acontecimientos presentes”, para recordar las palabras con que Karen Armstrong inicia su estudio sobre el Islam (El Islam, Debolsillo, Traducción de J. Ramos, 2010).

Así, la historia de François más que una conversión religiosa es una claudicación, la triste claudicación del hombre de la Ilustración, del hombre que entiende cualquier asomo de sumisión como un atentado a la razón y su libertad. Sumisión, en este sentido, se presenta como una despedida a la figura del intelectual, una crónica de la caída por la pendiente del ethos de la Ilustración que sólo culminará con la desaparición del intelectual, desaparición que Houellebecq menos que nadie estaría dispuesto a lamentar y que, en cierta medida, se vanagloria en personificar en la plenitud de su crepúsculo.

Concluyo con una par de notas ligeramente optimistas. La primera es que no hay que olvidar que un día después de los atentados a Charlie Hebdo, miles de franceses salieron a las calles no sólo a manifestar su absoluto rechazo a los asesinatos y manifestar su solidaridad con las víctimas, pero también tomaron la plaza pública para defender su República, su libertad, su democracia, su laicismo, esos hermosos legados de la Ilustración. Fue un momento memorable que, finalmente, invita a ver en Sumisión un mal sueño narrado en una novela mediocre. La segunda es llamar la atención en el hecho de que en el mismo momento en que aparece Sumisión, a pocos kilómetros se publica una novela de aventuras que, en sentido contrario a la de Houellebecq, es toda una reivindicación de la Ilustración y de los hombres y mujeres que la hicieron posible. Me refiero a Hombres buenos (Alfaguara, 2015) de Arturo Pérez-Reverte donde narra por un lado las peripecias -reales, por lo demás- por las que tuvieron que pasar a finales del siglo XVIII don Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zárate, integrantes de la Real Academia Española, por llevar los 28 volúmenes de la Enciclopedia a España, entonces prohibida, y por el otro recrea el ambiente cultural, político y moral donde se gestó y nació el proyecto de, entre otros, D’Alembert y Diderot. La apuesta de Pérez-Reverte no puede ser más oportuna: el aire que necesitamos respirar hoy no es el que proviene de los agridulces aromas de la sumisión, de los más que dudosos caminos de la confirmación o conversión religiosa, sino el aire fresco que, pese a todo, sigue proporcionando el espíritu libre de la Ilustración, esto es la aventura de la razón y la libertad: lo que necesitamos, en fin, es más Ilustración, no menos.

 


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