Alejandro Zúñiga
Imaginemos una esfera que contiene cierto número de pelotas de distintos tamaños y a la que, desde un extremo, se le suministra aire con la suficiente potencia como para ocasionar que las pelotas se eleven, colisionen, reboten entre ellas y las paredes de la esfera. Imaginemos también que esa esfera tiene, en el extremo opuesto, un orificio que es mayor en diámetro que algunas pelotas y menor que otras. Tarde o temprano algunas saldrán de la esfera: a qué grupo pertenecen es obvio. Sólo cierto grupo de pelotas puede y será “seleccionado” a favor.
Imaginemos ahora una cueva submarina que guarda lo que puede ser el alimento para las especies que viven fuera de la cueva: como en el caso de las pelotas en la esfera, sólo ciertos peces, aquellos cuyo tamaño (menor diámetro), habilidades (succionar, comprimirse para poder entrar, meter una lengua gigantesca) o comportamiento (llamar la atención de las especies que viven dentro, para hacerlas salir) les permitan acceder a esa cueva o lo que hay en ella, tendrán a disposición ese menú. Si su supervivencia dependiera de eso, estaríamos ante un caso de selección.
Inicio con estos pintorescos ejemplos para mostrar que el efecto de selección no depende en lo absoluto de una voluntad que selecciona o de la voluntad del seleccionado: el estado de cosas del mundo decantará, sin voluntad alguna, la situación de selección, y en el caso de las especies, su supervivencia, de la misma manera que la accidentada formación de la tierra hará que el agua corra o se encharque.
Los biólogos serios están bien conscientes de esto, y a pesar de ello usan metáforas recurrentes para hacer la divulgación de la teoría de la selección natural más didáctica o incluso impactante, pero el efecto de selección se da también en eventos físicos, químicos y culturales (por ejemplo en la economía o la trascendencia de los chistes). Anotado esto entendemos por qué cuando Richard Dawkins presentó la teoría de El gen egoísta causó revuelo y hasta malentendidos que siguen hoy en día. No era una idea nueva, habitaba en la conciencia colectiva de muchos biólogos, pero la aterrizó en una metáfora contundente e impactante.
La semana pasada hablamos de la selección grupal, que vino a sustituir la idea de selección de individuos, la cual presentaba complicaciones que el propio Darwin no pudo superar. En un giro de tuerca, hacia mediados de los 70, Dawkins apareció como el gran defensor de la teoría darwinista. Dado nuestro conocimiento del ADN, y con ello del genoma, se dejó en claro que, de hecho, Darwin tenía razón en que la selección estaba ubicada en los individuos, pero ellos no eran sino una maquinaria compleja para que se seleccionara algo más primordial que ellos mismos: su información genética.
En pocas palabras la teoría del gen egoísta dice que si un gen puede replicarse, lo hará. Aunque dicho así sigue sonando misterioso, en verdad no hay enigma alguno, es como decir que si una pelota puede salir por el orificio de la esfera, tarde o temprano lo hará. Este giro no contrapuso a las teorías anteriores, en un ejemplo perfecto del avance de la ciencia, en realidad subsumió a la gran mayoría de ellas: el ratio del que hablamos la semana pasada, de hecho, queda mejor explicado. Un suricato ve un depredador y lanza un grito de alarma y con ello alerta a su comunidad, aunque él se ponga vulnerable. Esto, que parece contradecir la idea de la supervivencia, en realidad no lo hace: como las comunidades están muy emparentadas genéticamente, su grito prevendrá a los que con toda seguridad son sus padres, hermanos, hijos o primos, y como ellos comparten información genética con él, aunque éste sea en última instancia devorado habrá dejado que le sobrevivan muchas “copias” de sí, habrá salvado réplicas genéticas repartidas en otros. Visto que lo que hace que sea lo que es precisamente su información genética, se ha salvado exponencialmente a sí mismo.
Si el párrafo anterior suena extraño, intente con la versión de Dawkins: al gen no le importa qué portador se salva, sino salvarse a sí mismo en tanto pueda, aunque sea en otros portadores. He aquí el origen del epíteto: es egoísta porque busca salvarse a sí mismo, no a su portador. Ampliando la metáfora entendemos nuestra loca ansia por reproducirnos (siempre hay varianza y con ello excepciones, que por cierto, se contraseleccionan) y por qué después de la etapa reproductiva nuestros cuerpos están programados para comenzar a marchitarse: han cumplido su cometido para el gen. Los gallardos padres perderán su testosterona y se volverán blandos y cariñosos con sus nietos, a merced de su nueva utilidad para sus genes, ya en otros portadores.
Por supuesto que el gen no es consciente de nada, ni nada le importa ni nada quiere. Pero si puede replicarse lo hará, como las pelotas si pueden, saldrán de la esfera. La parte más emocionante de la teoría es que hoy sabemos que en los genes hay mucho más que la constitución física, de tal suerte que lo que se selecciona no es sólo la morfología, sino también las habilidades y los comportamientos. Agresividad y cooperación, capacidad de imitación, sentido del humor, habilidades matemáticas o musicales, velocidad o fuerza son algunas de las muchas cosas que pueden heredarse genéticamente.
Pero a don Richard Dawkins, quien abandonó la academia primero para dedicarse a la divulgación de esta importantísima idea y luego para ser un activista del ateísmo y prácticamente un luchador social contra las supersticiones y antagonista de las religiones, no sólo le debemos la difusión de la idea del gen que popularizó como la unidad más básica de la información genética, sino un neologismo que nos acompaña ya en nuestro vocabulario de todos los días: si lo genético tiene su unidad mínima en el gen (en inglés gene), la cultura podría también tenerla, y, usando palabras como memoria o mímesis, Dawkins acuñó el término meme (que por uniformidad debería pronunciarse y escribirse mem). Los memes (palabras, tonadas, chistes, slogans, signos, ideas) siguen el mismo algoritmo subyacente: si pueden copiarse, lo harán. Pero, como dice el meme, ésa es otra historia.
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Me encanto el artículo amigo!