Pasión materna de buena entraña / Opciones y decisiones - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Me parece una cita inmejorable, la evocación que hiciera el papa Francisco I en su visita a Tacloban, el 16 de enero de 2015, al presidir la misa en esa ciudad filipina, que fue la más afectada por el tifón Yolanda en el año 2013, considerado el más fuerte registrado en la historia, para referirse a las madres: “Nosotros somos como ese chico que está allí abajo, que en los momentos de dolor, de pena, en los momentos que no entendemos nada, en los momentos que queremos rebelarnos, solamente nos viene tirar la mano y agarrarnos de su pollera (falda) y decirle “Mamá”, como un chico cuando tiene miedo dice “Mamá”. Es quizás la única palabra que puede expresar lo que sentimos en los momentos oscuros “Madre, Mamá”.

Este reflejo emocional ante el dolor y el sentimiento inmediato de una gran pérdida es común a prácticamente todo ser humano. Nuestra liga profunda con la vida pasa de manera instintiva por este cordón umbilical inconsciente nos une al origen biológico, por excelencia, la gestación y el nacimiento, desde el seno de una madre. De manera que esta invocación universal de un hijo a su madre, dispara la memoria vital de estar íntimamente vinculado a un ser que le arropa con la más genuina ternura entrañable; expresión que traduce mejor que nada el sentimiento de compasión, en su acepción más auténtica; pues nada tiene que ver con el sentido de lástima o pena ajena. El movimiento pasional está plasmado perfectamente en su raíz griega: “splajnia” -entrañas- movimiento entrañable. Nuestro referente: del primer milenio, en la Galilea de las primeras décadas de la primera centuria. El sujeto actante es Jesús de Nazaret: “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión (“esplagcnisqi”) de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Evangelio según San Mateo 9,36); su paralelo: //“Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.” (Mc. 6,44). Una manera patente de amar, sabernos y sentirnos amados.

A pesar de veintiún siglos de evolución civilizatoria, el mundo contemporáneo reproduce un ambiente hostil, agresivo, amenazante de la vida humana. Pasar de la cultura del campo a la ciudad, no ha significado todavía el mejoramiento integral automático de la calidad de vida; superamos sin duda amenazas naturales de la vida silvestre o de las praderas, pero añadimos otras conexas a las condiciones artificiales de la cultura supeditada a la economía, la industrialización, el conocimiento y la tecnología. El mundo sigue siendo un entorno depredador y de riesgo para cualquier ente vivo.

Por ello, la sociedad encontró en la familia, una forma protectora y civilizatoria de la vida humana. Poniendo al padre como el proveedor del hogar y a la madre como su principal cultivadora. Un esquema secular, milenario que privilegió la formación familiar monogámica, heterosexual y de fecundidad abierta a la libertad de los cónyuges, también reivindicó como propio el derecho a la educación sobre todo moral y de valores cívicos de sus hijos. Y como gran premisa, ser un foco -hogar- de relaciones fundadas en el amor, el respeto al otro como otro y el derecho al desarrollo humano integral.

En los hechos, este núcleo familiar fue fundamento del modo de producción económica dominante que es el mercantil capitalista, en grados progresivos de industrialización y consumo, que se impuso a los modos ancestrales de producción agrícola e indígena centrados en el autoabasto alimentario familiar y comunitario. En este sentido la familia se convirtió en la unidad básica de explotación económica para la sobrevivencia en un entorno societal sujeto a las leyes del mercado y el Capital. Una coexistencia de familia y sociedad en permanente equilibrio inestable y sujetas ambas a un sistema político básicamente autoritario que ha ido gradualmente evolucionando hacia una caracterización democrática. En este contexto, la familia tradicional fue sometida a una profunda revisión y reedición.

Y para entenderlas, hubo que remitirnos a voces e instituciones influyentes que identificaron ese proceso de cambio. En América Latina fue la iglesia católica (“Iglesia y Liberación Humana”, Los documentos de Medellín, II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Ed. Nova Terra, Barcelona. 1969) que hizo uso de esa voz:

“La familia sufre en América Latina, como también en otras partes del mundo, la influencia de cuatro fenómenos sociales fundamentales: a) El paso de una sociedad rural a una sociedad urbana, que conduce a la familia de tipo patriarcal hacia una nuevo tipo de familia, de mayor intimidad, con mejor distribución de responsabilidades y mayores dependencias de otras microsociedades. b) El proceso de desarrollo lleva consigo abundantes riquezas para algunas familias, inseguridad para otras y marginalidad social para las restantes. c) El rápido crecimiento demográfico, que si bien no debe ser tomado como la única variable demográfica y mucho menos como la causa de todos los males de América Latina, sí engendra varios problemas tanto de orden socioeconómico como de orden ético y religioso. d) El proceso de socialización que resta a la familia algunos aspectos de su importancia social y de sus zonas de influencia, pero que deja intactos sus valores esenciales y su condición de institución básica de la sociedad global. Caracterización que resume de la manera siguiente: “En América Latina la familia sufre de modo especialmente grave las consecuencias de los círculos viciosos del subdesarrollo: malas condiciones de vida y cultura, bajo nivel de salubridad, bajo poder adquisitivo, transformaciones que no siempre se pueden captar adecuadamente” (Ibídem, pp. 83 y ss).

A esta voz, que el resto del mundo calificó de profética y valiente, siguió un movimiento laico liberador comprometido con la historia y las mejores causas del hombre en búsqueda de genuino desarrollo y libertad en la toma de decisiones fundamentales, e inspirado en una cristología y antropología revisitadas. Mismo que pronto fue acotado, sometido y sofocado por “las armas ideológicas de la muerte” como las llamó el economista Franz Hinkelammert- y la misma autoridad jerárquica suprema de la Iglesia en el Vaticano.

Cuarenta y cinco años después, estamos todavía constatando los efectos negativos de tales fenómenos macro-sociales: (Seguimos el mismo texto de Medellín) –Bajísimo índice de nupcialidad. América Latina cuenta con los más bajos índices de nupcialidad en relación a su población. Esto indica un alto porcentaje de uniones ilegales, aleatorias y casi sin estabilidad, con todas las consecuencias que de allí se derivan. –Alto porcentaje de nacimientos ilegítimos y de uniones ocasionales (…). –Creciente y alto índice de disgregación familiar, sea por el divorcio, tan fácilmente aceptado y legalizado en no pocas partes (…). –Acentuación del hedonismo y del erotismo como resultante de la asfixiante propaganda propiciada por la civilización de consumo. –Desproporción de los salarios con las condiciones reales de la familia. Serios problemas de vivienda por insuficiente y defectuosa política al respecto. –Mala distribución de los bienes de consumo y civilización, como alimentación, vestuario, trabajo, medios de comunicación, descanso y diversiones, cultura y otros. –Imposibilidad material y moral, para muchos jóvenes, de constituir dignamente una familia, lo cual hace que surjan muchas células familiares deterioradas. Y el llamado: “Nuestro deber pastoral nos lleva a hacer una apremiante llamada a los que gobiernan y a todos los que tienen alguna responsabilidad al respecto, para que den a la familia el lugar que le corresponde en la construcción de una ciudad temporal digna del hombre (…)” (Ibid., ut supra).


Escenario global que justifica la invocación materna, no por ñoña cursilería, sino que ante tal manifiesto reivindicativo, urge una nueva mirada que surja de la auténtica ternura entrañable hacia la condición humana gravemente vulnerable actual, única capaz de disparar mecanismos socio-culturales y dinamismos económico-políticos verdaderamente liberadores y constructores afirmativos del existir humano. ¿Está esta mirada en instancias internacionales como la del actual Foro Económico Global?

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