El fin de semana fui a comer a mi restaurante favorito. Ya les contaré en una minuta futura por qué estoy celebrando. Sí, sólo voy a un restaurante cuando celebro algo; la alacena de mi casa tiene la prioridad de mi presupuesto. Ya sentada en la mesa, pedí mis platillos favoritos, mi tequila predilecto y el salero. No poner saleros en las mesas, por cuestión de salud pública, me parece una reglamentación drástica. A mí me gusta la sal, lo admito: tengo las papilas gustativas de una sirena. Así soy desde niña, aunque mis allegados jamás han tenido que sorber el agua de mar de una sopera, pues cocino con poca sal, justo para que las cosas sepan rico. Yo me reservo mis excesos. Supongo que, por el momento, puedo contemplar los granitos de sal que caen a mi plato, como copos de falsa nieve, ya que mi presión arterial es la de una persona sana. Mis achaques van por otros rumbos, no por los agujeritos del salero.
Creo que fue hasta el momento en que prohibieron los saleros cuando tomé conciencia de que nunca me he comprado un buen salero: no sólo en cuanto a funcionalidad se refiere, sino como elemento de ornato. Desde niña amaba esos saleros de plástico en forma de jitomate, caray, no hay nada más sabroso que un jitomate verdoso, rebanado y abrillantado con granos de sal. He pensado que debería buscar un salero en forma de borrego, porque mi padre me llamaba la atención por salar la comida de niña: deja de ponerle sal, ni que fueras borrego. Dicen que se les da sal a estos animales para subir su peso a la hora de la venta. Aunque creo que también por una cuestión de nutrición. Lo mismo ocurre con los humanos: la sal, cloruro sódico, es vital para el organismo. Controla la cantidad de agua del cuerpo, manteniendo el pH de la sangre. Ayuda a que el cuerpo esté hidratado al introducir agua dentro de las células, y apoya la transmisión de los impulsos nerviosos y la relajación muscular. Pero sólo necesitamos 2g al día. Sí, yo me excedo con mi ingesta, y no es culpa del salero: el problema es que no sólo debemos contabilizar la sal de mesa para cumplir la ingesta diaria recomendada, sino que debemos tener presente que casi todos los alimentos procesados la contienen. Si sumamos los gramos, entendemos por qué se busca disminuir su consumo quitando los saleros de la mesa. La sal de mesa es vital, con moderación, sobre todo si es yodatada. En varios lugares del mundo se expende así, para asegurar el consumo de yodo cuya deficiencia provoca bocio, hipotiroidismo, daño cerebral, cretinismo, anomalías congénitas, entre otras maldiciones. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dicta que la sal yodatada es una vía exitosa para evitar la carencia de yodo.
Bien mirado, nos basta ir a la tiendita de la esquina, al supermercado o con el vecino para conseguir sal. Pero no siempre fue así. En este ingrediente tan ordinario está la historia de todas las civilizaciones. Ahora, tirarla sólo nos hace rechistar por superstición. La sal, en su momento, era oro en forma de cristal. Creo que traeré mi salero, de nueva cuenta, la próxima semana, pues la simbología de la sal es inmensa y lo que ha motivado va desde las guerras y las traiciones, hasta las leyendas y la poesía. Como muestra basta un botón, dicen; pero Pablo Neruda diría que en realidad basta un grano de sal: Les dejo un fragmento de su “Oda a la sal”:
“Polvo del mar, la lengua
de ti recibe un beso
de la noche marina:
el gusto funde en cada
sazonado manjar tu oceanía
y así la mínima,
la minúscula
ola del salero
nos enseña
no sólo su doméstica blancura,
sino el sabor central del infinito.”