El día 21 de marzo inició la primavera para muchos de nosotros, pero no para Estrellita. Ese día murió a manos de sus padres. Después de muchos golpes recibidos en su breve existencia, finalmente se rindió y no pudo continuar con el castigo. La sociedad aguascalentense se sorprendió, lamentablemente no por lo insólito del hecho, sino porque es uno más en una larga, larguísima cadena de asesinatos de la más inocente de las víctimas, un niño. Los dos instintos más fuertes que coexisten en el ser humano son el instinto de conservación de la vida y el instinto de conservación de la especie. Una persona tiende primeramente a cuidar su vida por encima de todo y al mismo tiempo la vida de sus semejantes, sobre todo cuando son su descendencia. ¿Qué es entonces lo que lleva a los padres de una niña de cuatro años a golpearla una y otra vez hasta matarla? Por principio de cuentas hay una pérdida total del sentido de identidad. Los padres no logran establecer el concepto de “mi hija” como una trascendencia genética y espiritual. Hay una disociación entre el acto de engendrar biológicamente y concebir anímicamente a un ser. Los infanticidas suelen ser personas jóvenes, no más allá de los 30 años. En muchas ocasiones los niños sacrificados nacieron cuando los padres no tenían todavía los 20 años. Entonces no logran hacer coincidir el principio del placer con el principio de la realidad. Tienen una relación genital, sólo por apetito sexual, sin la prevención de que un hijo puede ser el resultado. Una vez que el niño nace, la sorpresa, la angustia y la frustración no les permite hacerse cargo de la criatura, y en una desviación patológica cargan al hijo con la culpa. En la medida que le golpean día tras día, su llanto, su queja y su asombro, en vez de conmoverlos, los irrita más porque ven en ello su propia indefensión y vulnerabilidad. No consiguen establecer un juicio crítico sobre la situación, ni sobre su acción. Y después viene algo que no es lo peor, ya que lo peor es el homicidio de un infante, pero igualmente terrible. El padre o los padres asesinos van a dar a la cárcel. Para ello se hace un juicio penal, la justicia oficial cumple. Pero ¿y el juicio moral? ¿Quién se encargará de tratar psicológicamente a esos padres para hacerles sentir la dimensión de su acto? Y sobre todo para corregirlos y encauzarlos en una nueva dirección. Porque los infanticidas seguirán viviendo y tarde o temprano saldrán de la cárcel y se reintegrarán a la sociedad. Pueden tener más hijos o ya los tienen y ¿Cómo los tratarán? A fin de cuentas el crimen aún cuando sea “pagado” con prisión, seguirá impune porque no hubo juicio familiar, social ni individual del comportamiento. No se realizan medidas curativas de la conducta psicopática de los padres. La probabilidad de que repitan su comportamiento es muy alta. La violencia intrafamiliar tiene muchas versiones, el maltrato a los hijos es solamente la consecuencia de la agresión entre la pareja. La verdadera “salud mental preventiva” debe hacerse al interior del hogar, mediante un penetrante trabajo social, una activa psicoterapia de pareja y familia y medidas reales de solución de la conflictiva laboral y económica. Y lo bueno del caso, es que es posible.