Hacia la naturalización. Antes de Darwin / Disenso - LJA Aguascalientes
21/11/2024

La semana pasada, aquí en su periódico La Jornada Aguascalientes, escribí acerca de la extraña noción que pueden tener ciertas personas, seguramente por fallos en su formación académica -sí, aquí muchas veces la culpa es de los maestros-, acerca de la evolución por selección natural. También dije que ésta es, probablemente, la mejor idea que jamás ha tenido la mente humana. Es justo decir que aunque la atribuimos históricamente a Darwin, un jovenzuelo llegó a la misma idea -en un maravilloso caso de convergencia- y que este suceso fue definitivo para que el viejo Charles sacara a luz una añeja teoría que había trabajado y fundamentado por años -lo que le valió el paso a la historia más firme que al buen Russel Wallace- y que hoy conocemos, generalmente, como Teoría de la evolución y a la que hay que agregarle el apellido obligado por selección natural. En esta y posteriores columnas quiero mostrar en dónde radica la genialidad de las ideas de Wallace y Darwin, a las que, rendido al peso histórico y por la incontenible empatía que siento por el segundo, llamaré sin más, darwinianas.

Muchas grandes ideas científicas son oscuras e inaprehensibles para el lego: la teoría de la relatividad o las relacionadas con el mundo subatómico representan una barrera harto complicada incluso para científicos de campos no afines, ya no digamos para el común de una sociedad no entrenada a profundidad en asuntos de ciencia. No es éste el caso de la Teoría de la evolución por selección natural. La teoría de Darwin tiene entre sus múltiples maravillas, ya no sólo que permite contestar un montón de preguntas capitales sobre la naturaleza humana y de la vida en general, sino que se sostiene por principios extremadamente sencillos, elegantes y parsimoniosos, y que luego de reflexionar lo que en un principio pareciera contraintuitivo se nos revela como claro e incontrovertible en muchos niveles.

Habremos de decir, primero, que parte de una vieja tradición: ya el buen Aristóteles había anticipado que las especies cambian y que se aproximan a una idea más perfecta de sí mismas -esto, llamado finalismo, resultará innecesario y erróneo para la teoría posterior, que no supone una conciencia o meta alguna de la evolución-, y llegó a su momento predarwiniano más alto en la teoría de Lamarck. Por otro lado hubo defensores del llamado fijismo, que aseguraba que las especies debieron ser creadas por separado con características únicas y que no podían variar, al ser una creación perfecta: Carl von Linné abogó por esta postura en el siglo XVIII, montado en el tren de hacer de dios un creador perfecto y que, evidentemente, no podía andar enmendándose la plana a sí mismo corrigiendo su maravillosa creación. Cuvier, un gran anatomista, defendió esta postura explicando que las diferentes especies -algunas probadas desaparecidas- sucumbían y permitían así que otras ya existentes en algún rincón del planeta se erigieran dominantes luego de ciertas catástrofes.

Jean-Baptiste Lamarck recuperó la idea del cambio: pensaba que las especies se transformaban por un esfuerzo que hacían los individuos y que este esfuerzo se heredaba a su descendencia: algún animal de cuello corto se vio forzado a estirarse tanto como pudiera hasta alcanzar hojas de árboles más altos, con el paso del tiempo su descendencia expresaría más y más este rasgo hasta llegar a la jirafa. En contraposición, especies que no usan algún órgano de su cuerpo -como los peces que viven en abismos absolutamente oscuros- irían perdiendo las facultades de sus ojos y dejarían, a la postre, descendencia ciega o sin incluso sin ellos. Esta noción pareció muy intuitiva hasta que un científico -de hecho, posterior a Darwin- mostró que las características adquiridas en vida no pueden heredarse: cortó sistemáticamente la cola a ratones y descubrió que su descendencia seguía mostrándola. Seguro por ser alemán, Weismann no tenía muchos amigos judíos, pues hubiera sido innecesario el cruel experimento: por generaciones han seguido recurriendo, irremediablemente, a la circuncisión.

No fue sino Darwin quien demostró que las especies no son algo fijo, que están cambiando constantemente y que hay una fuerza, “la lucha por la supervivencia”, la que impulsa dichos cambios. Esta idea de la lucha, malentendida en muchos sentidos, dará paso a la explicación de uno de los motores evolutivos más decisivos, pero sobre todo, dará pie a una nueva forma de concebir el mundo. Esa historia es asignatura pendiente.

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