- Aborda la contradicción entre la necesidad de crear arte y una sociedad que lo detesta
- El autor Julio Martínez Ríos desarrolla las posibilidades de que la creación pueda constituir actos de subversión
El 20 de julio de 2005, la noticia ululaba en los titulares de los diarios capitalinos: Detrás del Fenómeno Rosa ¿quién?; Nueve minutos, ninguna explicación: UNAM; Hipnosis colectiva, nueve minutos; Descontrol, el Fenómeno Rosa.
El doctor Pedro Ibarra, director del periódico Denarios, redactó el editorial de la cual se extrae un fragmento: “¿Dónde se sitúa una persona durante el primer instante de un sismo? Me refiero a la coordenada inmaterial del sobresalto, esa notificación de que la normalidad y la rutina acaban de ser cuestionadas por la propia naturaleza…Encontré a la Doctora Grace Cohen, nos despedimos de la lógica, nos abandonamos al instinto. Los actos eran automáticos, urgentes, no pasaban por el filtro del pudor…” Durante la rueda de prensa que ofrecerá Ibarra, desde un automóvil balearán al director, pero las balas sólo alcanzarán a la Doctora Cohen.
Un fenómeno es aquello inasible que únicamente conocemos porque se manifiesta, y que impacta en la percepción, en lo sensorial, en la imaginación; en el comportamiento. Pero esto no es suficiente para responder la pregunta: ¿Qué ha ocurrido en los nueve minutos que duró la transmisión de tres canciones Esto es agua, Donceles 815 y Estrella de tres puntas? ¿Es probable que su autor, Xosé Ximénez haya conseguido lo que quería? ¿O el deseo ha sido rebasado por la realidad en su realización?
“Quiero agotar las combinaciones posibles para escribir melodías. ¿Cuántas más le quedan al universo? Quiero escribir una pirámide de mil años. Quiero acomodar en un sencillo de tres minutos y medio, las emociones de 10 novelas. Quiero fabricar canciones que suenen como el último golpe de las olas. Quiero que mi vida deje de ser lo que es ahora”.
Por ser liberadora la experiencia, el Fenómeno Rosa aparece ante un sector de la población, azuzado por los medios de comunicación masiva, equiparable a un acto terrorista. La sociedad se divide, hay plantones de apoyo afuera de la radiodifusora desde la que se difundieron las canciones, hay, igualmente, una cacería en busca de los responsables. Y hay una pregunta ¿cómo llegaron hasta ellos esas canciones?
En 1998, Gonzalo se graduó de la carrera de Comunicación; sin rumbo claro, perdido en sí mismo tras la muerte de sus padres en un accidente automovilístico mientras él mismo conducía y en constante tensión por las secuelas psicológicas, se deja contratar en una empresa sin saber nunca realmente cuál es su trabajo. Sólo sabe la rutina: llegar a la oficina, tomar un portafolio y una lista de direcciones, ir con un compañero recorriendo cada una, esperarlo, estar listo para mover el automóvil… Sólo tiene un débil deseo sobreviviente de la nada: Verónica, su compañera en la universidad, a la que besó porque las “alas de mariposa” se lo permitieron una noche, la noche de su segundo accidente, la noche en que tuvo que huir dentro de la cajuela del auto que Verónica iba conduciendo. Verónica, extraviada aparentemente para siempre.
El destino, fuerza por sí misma cruel y altanera con los mortales, enseña su zarpa aún más aterradora cuando no transparenta, ni dibuja los para qué de lo que se vive. Es decir, cuando la vida suena en clave de enigma. Los protagonistas de estas dos historias van en ese ritmo.
Pronto ambos serán perseguidos, se encontrarán corriendo sin aliento, escapando. El enemigo de Xosé Ximénez tiene todos los rostros posibles de la “ley”, parecería más sencillo poder escapar, pero esas personificaciones cunden en cada rincón de un país exaltado, dispuesto a encontrar a ese terrorista musical.
¿Pero, quién está intentando atrapar a Gonzalo?, ¿Quién o quiénes estarían interesados en un par de hombres que transportan un maletín por toda la ciudad?, hasta llegar a la pregunta obvia, ¿qué hay en ese maletín? “¿No es lo que busca tu especie en cada una de sus actividades? ¿Respuestas? Si tratas de entender qué pasa, tu cerebro terminará por colapsarse”.
Somos como una canción, narraciones a intervalos. Transcurrimos dentro de ellos intentando darles ‘linealidad’ y continuidad, pero reparamos poco en la simultaneidad, en la posibilidad de que la condición esencial de todas las historias, sea una emocionante inconclusión, o un continuo extenderse hasta tocar otras, cientos tal vez, de otras historias.
Cada ser en el mundo está generando una, basta con salir a la calle para involuntariamente volver con un acervo de fragmentos que son conversaciones escuchadas al pasar, “pescadas”. Algunas nos dejan con las ganas de conocerlas por completo, ¿qué pasa con esas historias?, ¿es posible pensar que todas ellas estén formando una sola?, ¿qué ha ocurrido con los millardos de historias de todos los seres humanos que han vivido? Alguien pudiera estar encargado de recuperarlas y almacenarlas…
“No sé. Una canción es una medida humana para calcular el paso del tiempo, del dolor, de la alegría, pero es algo más. Un ente vivo. También son una forma narrativa.” A esta visión de Xosé Ximénez se impone la de las instituciones, si una canción lleva a la población a realizar actos involuntarios, entonces es un acto de violencia. Por eso el músico tiene que huir, por eso todos le pierden el rastro, serán sus hermanas quienes decidan indagar la trayectoria de sus pasos.
Un mediodía algo sale mal en el trabajo de Gonzalo, se separa de Alcántara, su compañero, y súbitamente se encuentra con Verónica. Las explicaciones tan necesitadas comenzarán durante un viaje en el Metro, continuarán en los túneles del mismo, pero tal vez las explicaciones son más peligrosas que las dudas.
Poseer o entrar en contacto con ciertas combinaciones de silencios, pausas y sonidos parece un acto de alquimia que conjura y hace estallar resortes y sin razones. El resultado exitoso de volver al origen, es obtener la pureza y en ella no existe la moral.
Yo soy Constantinopla vuelve al tema de la posibilidad del arte en un mundo que lo detesta. Al vehemente peligro de decir. Pero también nos dice que el anhelo es una provocación al destino, y que éste se encargará de ajustar cuentas.
Julio Martínez Ríos, nació en la Ciudad de México en 1977. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Intercontinental. Es autor de ¡Arde la calle! (Editorial Mondadori) 2010. Actualmente colabora en la revista Frente.
Con información de Conaculta