Hace mucho tiempo, en una reunión de pesadilla, uno de los asistentes preguntó: ¿cuál es el primer libro que leyó cada uno de ustedes? Era una reunión de pesadilla, al menos para mí, porque yo estaba enferma del estómago y no podía entrarle a los tacos de carnitas que había para comer -y porque los asistentes a la reunión eran en su mayoría escritores en ciernes, jóvenes promesas en proceso de convertirse en celebridades… o al menos así se percibían a sí mismos. Yo, guionista sin pretensiones y entusiasta de los libros infantiles, probablemente les parecía una extravagancia, un capricho de mi novio de entonces -con quien, al parecer, todos tenían muchas ganas de quedar bien, probablemente porque él sí tenía libros publicados y no solamente soñados. En todo caso, los futuros Carlosfuentes me trataban con desdén y yo me sentía terriblemente fuera de lugar, con ganas de salir corriendo, cuando pasó lo que les decía arriba: uno de los asistentes preguntó por las primeras lecturas de los demás. Tonta de mí, caí en la novatada y fui sincera: no me acuerdo cuál fue el primer libro que leí, pero uno de los más antiguos recuerdos que tengo es de una versión en pop-up de La Cenicienta. Cada que pasaba una página, la ilustración correspondiente se volvía tridimensional, o tenía una palanquita que, al ser accionada, daba movilidad al carruaje o al hada madrina o cambiaba los harapos de Cenicienta por un hermoso vestido de fiesta. Todavía no acababa de contarlo cuando me di cuenta de que la había regado. Las miradas de burla que recibí fueron muy incómodas, pero duraron apenas nada porque otro de los asistentes tomó la palabra para contar que, a los cinco años de edad, había leído Mujercitas, pero en inglés. No tuve tiempo de admirar la gran capacidad lectora de quien lo había dicho porque alguien más (de hecho, el individuo que había hecho la pregunta) arrebató la palabra para confesar que él, a los cuatro años, había leído las Obras Completas de San Juan de la Cruz. Alguien más dijo entonces que desde niño prefería los clásicos, y que nada como la Iliada… pero la versión original, no esas horribles adaptaciones con dibujos, dijo. Otra de las asistentes compartió su experiencia con respecto a las películas de Disney (desde muy niña las desprecié, dijo, palabras más o menos, porque el arco dramático es predecible y ramplón). Por lo visto, la mayoría de los asistentes a esa reunión de pesadilla habían sido niños índigo, púrpura, tornasol o el color que se suponga que se le asigna a los genios y nunca habían tenido que vérselas, como sí me pasó a mí, con la confusión entre b y p o el mareo de palabras largas como periódico. En todo caso, mientras cada uno de ellos recordaba una lectura más temprana y complicada que el anterior, me quedé pensando en mis primeras lecturas. Me acordé, por ejemplo, de cuando aprendí a leer, es decir, del primer día que uní tres letras y entendí que eso era una palabra. No fue hecatombe ni jurisprudencia, tampoco inmarcesible. La primera palabra que leí fue pan. Quien me enseñó fue mi tío Jorge, el día de mi cuarto cumpleaños, y usó para eso unas letrotas de plástico (algo así como cubos esculpidos con forma de letras) que me acababan de regalar. Me acuerdo de que mi tío Jorge llamó a mi mamá para enseñarle mi nuevo truco y que cambió las letras para demostrarle que no era memorización sino lectura. La segunda palabra que leí fue pino. Y luego… luego no corrí a buscar las obras completas de San Juan de la Cruz ni la poesía de César Vallejo. Seguí leyendo palabras cortas y asombrándome de cómo una letra con otra y otra se convertía en algo con significado. Me emocionaba un juego que me había inventado: ver las letras como dibujos, tratando de no entender las palabras. Lo hice hasta que las palabras me dominaron: llegó el momento en que no pude volver a verlas sólo como dibujos.
En ese entonces, me quedaba muy claro que había una gran diferencia entre lo que yo leía y lo que otras personas me leían: las otras lecturas eran mucho más emocionantes y entretenidas, pero implicaban depender de otros. Y lo que yo leía no era divertido: Mamá Ema amasa la masa. La nena no cose en la casa. Ese oso es Susú; pero me daba la gran satisfacción de haberlo leído yo solita.
El libro de la Cenicienta llegó un par de años después y todavía pasó mucho tiempo antes de que leyera libros de verdad gordos o complicados. La verdad es que, a la fecha, sigo sin leer Mujercitas en inglés ni le he entrado a las Obras Completas de San Juan de la Cruz; pero creo que si alguna vez me vuelven a preguntar sobre mis primeras lecturas, volveré a contar la historia del libro pop-up de La Cenicienta. O de la primera vez que pude leer la palabra periódico de corridito.