Cuando cumplieron veinticinco años de casados, Josephine Verstille Nivison le dijo a su esposo que merecía una “cruz de guerra por su distinguida labor en el combate”, y él, con un cazo y un broche, le hizo una que procedió a colocar en su pecho. Josephine se había casado a los 41 años cuando su carrera como pintora ya estaba establecida. Había compartido exposiciones con Modigliani, Picasso o Man Ray. Sus dibujos aparecían con regularidad en la prensa de la época. Incluso el mismo año en que se casó el crítico del New York Times elogió su obra, en una colectiva, colocándola por encima de la Georgia O’Keeffe. Fue su recomendación a los curadores de esa misma exposición la que hizo que su marido vendiera el segundo cuadro de toda su vida. “Por supuesto”, anotó en su diario Jo, como la llamaban cariñosamente, “si hubiera sólo oportunidad para uno de los dos, debe ser indiscutiblemente para él. Eso me alegra y me enorgullece”.
Esa medalla que Josephine reclamaba era más que merecida porque como comenta Gail Levin, experto en la obra de su marido, “pasaban juntos las veinticuatro horas, siete días a la semana durante tres años. Eso es duro para cualquier pareja”. En los diarios de Josephine se registran las peleas que tenían. En sus páginas describe cómo ella le arañaba y lo golpeaba hasta que le dolía y como él la ataba, abofeteaba y golpeaba contra los estantes hasta que se cansaba. Cuando trabajaban juntos, y lo hacían con bastante frecuencia, en un departamento neoyorkino junto a Washington Square, colocaban en la puerta divisoria de cada uno de sus estudios un espejo con el que se podían ver trabajando mutuamente.
A partir de ese trabajo compartido, de ese espacio de trabajo compartido, la influencia de Josephine comenzó a dejarse en el cada vez más reconocido trabajo de su esposo, mientras que el suyo propio iba perdiendo fuerza. Los cuadros de él, que se concentró en la acuarela por imitación de Josephine, comenzaron a ganar en color, un color prestado, quizá robado, de los de ella, mientras que Josephine mimetizando el estilo de él comenzó a perder el aplauso de los galeristas, críticos y compradores que antes la elogiaban por encima del desconocido con el que se había casado. En su diario, que comenzó apenas unos meses antes de la primera retrospectiva que le dedicó el MOMA a su esposo, comienza a hablar de los cuadros de él como “nuestros niños”, mientras que se refiere a los suyos como “pobres bebés recién nacidos”. Para ella el trabajo de Edward era una colaboración entre los dos.
Y como parte de esa colaboración, y tal vez por unos celos posesivos, Josephine no tenía que insistir mucho para ser la modelo de la mayoría de los cuadros que pintaba Edward. Una colaboración que él agradecía y reconocía, algo que no pasaba con la obra de Josephine, que recuerda que una vez le preguntó a Edward si no era maravilloso tener como compañera a una pintora, a lo que él respondió con un seco y despectivo “Apesta”. Todo como si él pensara que ella no era más que la materia sobre la que trabajar, tanto como modelo como inspiración artística, un mero añadido a la que llegaría a retratar en un dibujo de 1934 como una mujer invisible, sólo con aretes, collar, pulseras y zapatos, sin un cuerpo que los sostenga.
Un cuerpo que se hacía real en la mayoría de los cuadros de su esposo: en una joven desnuda mirando soñadora por la ventana, en una pelirroja sentada en una cafetería nocturna, en una rubia secretaria, en una mujer vestida de negro leyendo en un tren. Ella, que había actuado en compañías de aficionados en su juventud, se sentía a gusto siendo la actriz a la que él transformaba para que fuera las mujeres de sus cuadros. Hasta el extremo de haberse quemado con la estufa cuando posaba desnuda para uno de sus cuadros y no haberse movido ni quejado según cuenta en su diario.
Un diario que alterna entre la entrega más absoluta a su esposo y las quejas contra éste, principalmente la de que él no apoyaba su trabajo tanto como Josephine lo hacía con el de él. Un diario que recoge el amargo reproche de “el tiempo pasa y pasa, gota a gota de la propia sangre: encanece el pelo, cambian las modas, hay un nuevo tipo de arte en el candelero y ya se han ido veinticinco años de mi vida”. Un diario que también dice “Ed es el centro de mi universo. Es una bendición que Edward y yo nos tengamos el uno al otro. Seguramente se me permitirá irme cuando él ya no esté”. Algo que se cumplió cuando Josephine murió, apenas diez meses después de él, que había muerto hermoso, “como en un Greco”. Y con la muerte de ambos el testamento de Josephine legaba todas las obras de Edward y las suyas, más de tres mil piezas, al Whitney Museum. Las de Edward Hopper entre las más valiosas posesiones del museo; las de ella, ahora, arrinconadas en los almacenes del mismo museo.
¿Por qué un monumento para Josephine Verstille Nivison, de casada Josephine Hoppper? Primero, y sobre todo, porque ella es la muestra de cómo los críticos y los historiadores y los vencedores escriben siempre basándose en los que alcanzan la gloria y relegando a los demás a ser simples apéndices. Y, segundo, porque fuera como fuese la historia, la suya fue una de amor, y como escribe una crítica, “no sabemos de qué murió. Pero creo que murió de la falta de él al igual que él hubiera muerto si ella le faltara. Era realmente una folie a deux”.