Por Rodrigo Negrete
Quien estas líneas escribe es un egresado de la Facultad de Economía de la UNAM de la primera mitad de los años ochenta. En ese entonces -y no sé hasta qué punto siga siéndolo- era una escuela en la que en los cinco semestres iniciales se confundía la enseñanza de la economía con la del marxismo. Una consecuencia de ello fue que la vida al interior de la Facultad estaba jalonada por sectas radicales entregadas al freudiano narcisismo de las pequeñas diferencias; sectas que lo único que habían logrado era expulsar el sentido del humor, la convivencia y las ganas de celebración juvenil del recinto, entregado ahora al consumo acrítico de la “crítica de la economía política”. El ambiente al interior de la Facultad deprimía; lo bueno ocurría fuera de él, en la convivencia entre amigos aprovechando, además, que la oferta cultural de Ciudad Universitaria y en general en esa zona del D.F. era maravillosa. Nos encantaba el dictum de un maestro quien sólo daba clases a las 7 de la mañana, pues en esa Facultad “la revolución siempre comienza después de las 11”.
El hecho de que una doctrina así pudiera subdividirse en múltiples sectas nos dejaba a varios en claro que era algo mucho más emparentado con la religión que con la ciencia. Como con cualquier texto religioso, grupos de individuos exaltados pueden proyectar en él su propia subjetividad. Con el tiempo me he convencido que en particular los marxistas que sobreviven hasta la fecha no son muy distintos de los testigos de Jehová, sólo que con pretensiones cientificistas, propensos a la ira y muy dados a aplaudir o celebrar la violencia siempre y cuando lleve la etiqueta “social”, misma que dispensan a su arbitrio.
Sin duda el atractivo del marxismo consistió en ver en la conflictividad humana una buena nueva; en postular una tierra prometida secular logrando así una síntesis de lo arcaico y lo moderno que, como en otros ámbitos de la cultura, resulta muy poderosa, reciclando sutilmente las expectativas mesiánicas del final de los tiempos. El marxismo fue un gran ventrículo, un audaz traductor a un lenguaje racional de pulsiones y ansiedades de fondo religioso respecto a las tensiones y contradicciones de la vida moderna, al tiempo que abjura de dicho sedimento (una negación muy freudiana por cierto) para proclamar neuróticamente un culto al futuro cuyo correlato es la desvalorización del presente. De ahí su enorme influencia. Hasta la fecha Marx sigue siendo uno de los pensadores más citados en los papers que genera la academia en ciencias sociales en el mundo entero y no es casualidad: la modernidad no ha vuelto a dar otro profeta universalmente reconocible que le iguale en ambición transformadora y pretensión omnisciente.
Marx proclamaba haber puesto de cabeza a Hegel, pero poner de cabeza la jaula del idealismo filosófico no significa escapar de ella. Buscó una contradicción letal en el capitalismo como si este fenómeno histórico fuese un razonamiento, un argumento o un silogismo. Sin embargo los fenómenos históricos son hechos exomentales; más allá de sus contradicciones tienen una vitalidad orgánica capaz de dar distintas respuestas frente al entorno y su contexto; respuestas y adaptaciones muchas veces inesperadas. Pero en la filosofía una vez que se acuña un concepto o una tendencia las extrapola hasta sus últimas consecuencias. Toda filosofía para constituirse radicaliza su punto de vista o su perspectiva y -como bien observó Wittgenstein- el problema de la filosofía es que no sabe detener su tren especulativo, pues si supiera cómo hacerlo dejaría de ser filosofía. Marx postuló que en el capitalismo se sintetiza la encrucijada de la historia en su totalidad en vez de pensarlo como un animal que interactúa con la historia y se adapta a ella. Que el capitalismo haya funcionado bajo la pauta del estado benefactor en los países desarrollados en la posguerra y que ahora se aleje de esa dirección no tiene que ver con la lógica interna enteramente endógena de un sistema, sino con esa adaptación al fenómeno histórico que es su medio ambiente. El capitalismo no es en un momento dado la encarnación de La Historia: responde a ella y a la dinámica demográfica como bien lo ha ilustrado Piketty. Esos eventos le han cincelando.
Pero quizás lo que más sorprenda en Marx es que para hablar del capitalismo casi nada tenga qué decir sobre la tasa de interés o de las distintas modalidades del capital. Su materialismo es también una metafísica reduccionista de todo fenómeno económico al de la producción y esta última a una visión del trabajo en un sentido físico o fisicalista: de eso se trata El Capital y por lo mismo poco ayuda a entender lo que le es propio y distintivo. No se avanza mucho si se insiste que para descifrar lo que hay en el ático hay que mirar en el sótano. Por contraste, leyendo a Piketty (El Capital en el Siglo XXI) vemos una obra en la que el capital es realmente el protagonista; en donde no se le confunde ni con los procesos ni tampoco, hay que decirlo, con la economía de mercado. El capital es como un jinete y la economía de mercado la yegua. La relación es un tanto asimétrica -es más lo que le da la segunda al primero que viceversa-, el problema es cuando el jinete comienza a ser demasiado obeso al tiempo que la yegua envejece y lo que ello implica para el galope. Es una relación asimétrica pero simbiótica y es importante entender también que el mercado sigue siendo el mecanismo más eficiente de asignación de recursos, de modo que la cuestión es hasta dónde puede llegar esa relación asimétrica en ese contexto de obesidad/envejecimiento. Ha de observarse empero que jinete y yegua no por indisociables, son lo mismo.
Con todo y lo que pueda ser superable el aparato conceptual marxista hay algo sin embargo en él que sigue vigente: su enfoque histórico de modos de producción. Alguna vez pensé que era otra de sus abstracciones fallidas, ahora me percato que en modo alguno. En ese mismo contexto, su descripción del “proceso de acumulación originaria” surge no sólo como un aporte significativo a la historia económica sino que cobra una actualidad inusitada.
Las posibilidades que da ese enfoque para construir tipologías de capitalismo que nos ayuden a comprender lo que vemos hoy en día son fecundas. Leyendo los escándalos de adquisición de propiedades de la clase política mexicana así como sobre el swissleaks (El señalamiento contra HSBC que le imputa el ocultamiento de fortunas evasoras de impuestos en suiza) uno percibe que es necesario profundizar en la diferencia crucial entre el capitalismo de México o el de Rusia y lo que conceptualmente les distingue del capitalismo de los países desarrollados.
Más allá de que ambos tipos de capitalismos estén vinculados -y vaya que lo están- no hay que perder de vista que el capitalismo de las naciones desarrolladas es uno que llegó a alcanzar la fase de primacía del mercado, en el que el juego principal es generar una atractiva oferta de bienes y servicios, mientras que el capitalismo nuestro es un capitalismo de mercado subordinado ¿subordinado a qué? al poder o su otro nombre: el gran mercado de los favores. Es con el poder la verdadera transacción clave y puede ser un poder institucionalizado o no serlo. En capitalismos como el nuestro la acumulación originaria (su fase de rapiña) no es fundacional sino un asunto de episodios recurrentes; por lo mismo nuestro capitalismo es de suma-cero (mi ganancia es tu pérdida) no de gana-gana. Es básicamente un juego de captura de rentas. Lo más grave aún es que el crimen organizado ya se montó también en esa lógica poniéndole el ingrediente de violencia a la suma-cero: si algo parece haberse democratizado con éxito en México es que hay más jugadores de acumulaciones originarias -algunos bastante plebeyos, digamos. Y es que un capitalismo así, de suma-cero, abre el apetito de los violentos, pues quienes no están inscritos sea por su cuna o su capital socialen la esfera del poder e influencia la manera que tienen para emular su captura de rentas es por la fuerza bruta. Algunos extorsionan a particulares; otros, incluso, a las instituciones del Estado.
A largo plazo quizás la consecuencia más nefasta del consenso de Washington fue el promover la asimilación conceptual del libre flujo de capitales al libre flujo de las mercancías. Ello no sólo porque introdujo un factor de inestabilidad más que demostrado en el sistema de la economía mundial (el efecto tequila, samba, tango, vodka, Malasia, Dotcom, Lehman Brothers, Grecia, prometen una lista interminable), sino porque el libre flujo de capitales potenció la corrupción en el tercer mundo y asimismo el crimen organizado tanto como los teléfonos celulares hicieran lo propio con sus operaciones de campo. El libre flujo les ofreció escondites nuevos y también les puso en la mesa nuevas rentabilidades. Por lo demás, dicho flujo es asimétrico porque termina depositándose tanto en activos físicos como financieros de los países desarrollados, abonando aún más a su stock de capital (lástima que Piketty no se planteara también esto como una de las razones por las cuales la relación capital a ingreso en esos países ha crecido como nunca en la era de la globalización).
Si la teoría económica y sus modelos tienen algún futuro, la corrupción debe dejar de ser vista como un factor contingente o una anomalía, sino como un engranaje central. The Economist puede indignarse todo lo que quiera con la corrupción de los países emergentes, pero tiene que comenzar a hablarse de la corresponsabilidad de los desarrollados. Por más que seamos los mexicanos quienes debamos emprender la batalla por una sociedad más transparente y por un Estado de Derecho, esa batalla ya no se decide únicamente dentro de las soberanías nacionales. La corrupción que vemos ahora es inédita porque se soporta en un mecanismo global de reproducción e incentivos.
Más le vale a las sociedades de los países desarrollados entender que tienen un compromiso en ello y que algo han de hacer con su mascota financiera, que también les ha magullado y además cada vez les sale más cara. Revisar y reconsiderar ese mecanismo es parte de la tarea democrática en sus dos dimensiones, nacional y global. En sus propias economías el jinete ya está asfixiando a la yegua: la inequidad y el rentismo transgeneracional asoman en el horizonte. Al capitalismo cleptocrático de México, Rusia y otros países emergentes ya no lo deben ver como una expresión del atraso de naciones a medio formar, sino como uno de sus futuros posibles.