Antes te soñaba. Ahora no me dejas dormir.*
El matrimonio por conveniencia que se dio en el país en las dos últimas décadas entre democracia y política se encuentra hoy en el punto más bajo de su desencanto: en 2013, último año con información comparable, apenas 37% de los mexicanos consideraba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno. El 63% restante o bien carecía de una respuesta clara al respecto o bien no veía con malos ojos una forma de gobierno diferente. Este desencanto, igual que en los matrimonios mal avenidos, no se presentó de un día a otro, sino que fue dándose poco a poco, casi sin enterarnos, sin importunarnos demasiado.
De acuerdo a la información que Latinobarómetro ha manufacturado de 1995 a 2013 -con las curiosas excepciones de 1999 y 2012- se aprecia una trayectoria con tres fases más o menos bien delimitadas. En la primera, de 1995 a 2000, los últimos años de la primera Pax Priista, poco más de la mitad de la población consideraba a la democracia como la mejor forma de gobierno. Ello, desde luego, más que expresar o refrendar una experiencia cívica ya cursada, indicaba más bien un reclamo ciudadano, reclamo que llevó a la alternancia en el poder ejecutivo federal en el cambio de siglo.
La segunda fase es corta: va de 2000 a 2002. En estos años la alternancia dio un impulso notorio al atractivo de la democracia: el grado de aceptación dio un salto extraordinario de cerca de veinte puntos al pasar de 44% en 2000 a 63% en 2002, máximo nivel alcanzado hasta entonces…y hasta ahora. Fueron, para continuar con la metáfora conyugal, los años de luna de miel, los años en que todo parecía ir bien.
A partir de 2003 se empieza a invertir la historia, las expectativas se empiezan a desdibujar: ese 2003 se inicia un claro declive en relación a la “atractividad” de la democracia que, con excepción de 2005, no se detuvo a lo largo de los diez años siguientes siendo muy evidente, además, la manera en que esta caída se aceleró en el curso del sexenio de Calderón y en los dos primeros años del gobierno de Peña Nieto. Si todavía entre 2003 y 2006 más de la mitad de la población se manifestaba en favor de la democracia – entre 59% y 53%- para 2007 este nivel de aprobación descendió a 48%, para ya no recuperar sus niveles por encima de la media y, finalmente, en 2013, llegar a un tristísimo 37%, porcentaje 32 puntos inferior al registrado en 2002 y, más llamativo aún, 12 puntos inferior al nivel alcanzado en 1995.
Hay, sin duda, muchas razones que están detrás de este hecho. Nuestra democracia se ha acompañado de un mediocre desempeño económico (entre 2000 y 2010 la tasa de crecimiento del PIB fue de apenas 1.8% y en 2011 y 2012 de 4% para en 2013 volver a bajar al 1.4%), la prevalencia de la pobreza (47% del total de la población en 2005, 52.3% en 2012), la ineficacia en el combate al crimen organizado, la acusada corrupción en todos los niveles y esferas de gobierno, la notoria disfuncionalidad de la administración de justicia que ha hecho de la impunidad un moneda de uso corriente (9 de cada 10 delitos no es denunciado) y, según los últimos reportes de Freedom House, de un deterioro en el clima de libertades cívicas y políticas lo que ha llevado a que, desde 2010, México pasara a ser considerado como un país Parcialmente Libre después de que de 2000 a 2009 fue evaluado como un país Libre. Todo ello, además, bajo un constante incremento tanto en el monto de recursos destinados a los partidos políticos como en la opacidad en el manejo de dichos recursos.
En este contexto el desencanto democrático no sólo parece comprensible, sino también inevitable e incluso sano. Pero creo que detrás de este desencanto hay un par de equívocos. El primero es pensar que es la democracia en sí, la que está fallando y no propiamente los actores políticos encargados de su cuidado y funcionamiento, esto es los políticos, gobiernos y partidos…. y los ciudadanos.
Los ciudadanos estamos transfiriendo la desconfianza y decepción que día a día nos produce la clase política a la democracia como una forma de gobierno. Así, los pertinentes alegatos contra la conducta y desatinos de los políticos y partidos se han convertido en argumentos impertinentes contra la democracia: la democracia con la que soñábamos, ya no nos deja dormir.
Esta chocante mutación está asociada al segundo equivoco. Es propio de los cambios sociales, económicos y políticos el generar grandes expectativas en cuanto a los efectos que habrán de tener en la vida cotidiana de las personas. La promesa de la transición del régimen político, su narrativa más persuasiva nos sedujo, en parte, porque nos ofreció que el rostro del México democrático habría de ser exactamente lo opuesto al del México autoritario, porque se presentó como la gran oportunidad -sino es que la última gran oportunidad histórica- para acceder plenamente a las muchas y muy deseables promesas de la modernidad, la libertad, el bienestar o, dicho de otra manera, porque nos abría la posibilidad de imaginar que todo aquello que nos parecía tan odioso, aberrante y disfuncional para nuestro desarrollo desaparecería de nuestro horizonte.
¿Excesos de imaginación? Más bien lo contrario. Como bien lo advirtiera hace años Albert O. Hirschman: “Es la pobreza de nuestra imaginación lo que paradójicamente produce imágenes de un cambio “total” en lugar de expectativas más modestas”, y, añadamos por nuestra parte, expectativas que pierdan en glamour y radicalidad, lo que pueden ganar en factibilidad.
Así, nuestra transición generó una inflación de expectativas que abrió o ensanchó el camino hacia al desencanto a la vez que, y esto es quizá más importante, relegó a un segundo plano lo que, hoy lo sabemos, era esencial tanto para consolidar el valor de la democracia como para elevar la calidad de nuestra vida pública e institucional.
Me refiero, desde luego, a la edificación de instituciones sólidas y funcionales, instituciones sobre las cuales construir un vigoroso y confiable Estado de Derecho, una efectiva rendición de cuentas, un gobierno que funcione razonablemente bien y una vida pública realmente pública (como lo demandaba hace años Cosío Villegas). El afianzamiento de la democracia necesitaba -necesita- de un ecosistema de instituciones liberales que la protejan y fomente.
Esa es, creo, la verdadera tarea de hoy: edificar esa institucionalidad, darle solidez y afianzarla como el principal activo de nuestra democracia.
Es prematuro afirmar ahora si el evidente desencanto por la democracia es temporal o si estamos ante una tendencia más severa y profunda que lleve, sino a la restauración plena del autoritarismo de viejo cuño, sí a una regresión -o una recesión democrática como otros prefieren llamarlo- de la cual el país tardaría varios años en recuperarse.
De ser este el caso, hay aquí malas noticias ya que, dada la endeble experiencia histórica que tenemos en materia democrática, no sería del todo sorprendente que el desencanto ciudadano se torne en un agudo desafecto. Un desafecto, por cierto, preocupante, ya que podría llevar a grados extremos la explosiva mezcla entre el cinismo de los políticos, la prepotencia de los poderes fácticos (incluyendo al crimen organizado) y la indiferencia o estupidez ciudadana, tirando por la borda lo poco que hemos logrado construir en torno a la democracia. Necesitamos, entonces, defender a la democracia de nuestras propias decepciones.
* Fuentes: El epígrafe proviene de la recopilación de Adolfo Bioy Casares, De jardines ajenos (1997), quien lo encontró como inscripción en un camión urbano bonaerense. Los datos de Latinobarometro pueden consultarse en su página de Internet: http://www.latinobarometro.org/latContents.jsp, los referidos a la situación económica y social del país en el sitio del Banco Mundial http://datos.bancomundial.org/pais/mexico y los de Freedom House en https://freedomhouse.org/report-types/freedom-world. La cita de Hirschman se encuentra en su libro Interés Privado y Acción Pública (México, FCE, traducción de Eduardo L. Suárez, 1986).