Gran Lago Amargo, Egipto. 14 de febrero de 1945. En la cubierta del destructor USS Quincy ondean, mecidas por el viento proveniente del desierto, el estandarte presidencial y la bandera de las barras y las estrellas. Demacrado y exhausto, el mandatario estadounidense, Franklin D. Roosevelt mira su reloj, pues se prepara para recibir a un personaje sacado de las páginas de Las Mil y Una Noches: el monarca saudí, Abdelaziz Ibn Saud.
Tras cinco horas de pláticas, Roosevelt y Saud establecen un acuerdo secreto mediante el cual los saudíes proporcionarán petróleo a la Unión Americana, y ésta, a su vez, garantizará la seguridad de Arabia Saudita. Sin embargo, el político norteamericano se muestra contrariado cuando el rey le dice que “árabes y judíos nunca cooperarán, ni en Palestina ni en otro país”.
La escena arriba descrita sirve como introducción al presente artículo, el cual pretende explicar la influencia ejercida en la geopolítica y el sector energético por el matrimonio de conveniencia entre un águila ciega (los Estados Unidos) y un camello sordo (Arabia Saudita) con motivo del fallecimiento de Abdalá bin Abdelaziz y la asunción de su sucesor, Salmán bin Abdulaziz.
Los orígenes de la coalición estadounidense-saudí se remontan a mayo de 1933, cuando Ibn Saud concedió derechos de exploración de yacimientos petroleros a Socal, predecesora de Chevron. Ya durante la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos se dieron cuenta de que Arabia Saudita nadaba en petróleo. Además, necesitaban establecer bases aéreas para su lucha contra las potencias del Eje. Finalmente, la reunión entre Roosevelt y Ibn Saud marcó el inicio formal de la alianza entre ambos países.
Durante los años 50 y 60 del siglo pasado, el condominio norteamericano-saudí no experimentó mayores cambios. Sin embargo, la victoria israelí en la Guerra del Yom Kippur de 1973 enfureció al mundo árabe que, liderado por Arabia Saudita, decidió recortar la producción de petróleo. Esta acción motivó una escalada en los precios del hidrocarburo, provocó el desabasto en Europa Occidental y la Unión Americana; y forzó a Washington a buscar un arreglo de paz entre Israel y sus vecinos árabes.
Para apaciguar la furia saudita, el entonces presidente norteamericano, Richard Nixon, envió a su secretario de Estado, Henry Kissinger, para ofrecer el siguiente trato al rey Faisal: el gobierno estadounidense continuaría proveyendo protección militar a Arabia Saudita; vendería armamento moderno; garantizaría que ninguna nación del Medio Oriente intentara desestabilizar al reino; y, por último, aseguraría que la familia Saud seguiría gobernando a perpetuidad.
A cambio, “los saudíes harían dos cosas: venderían su petróleo en dólares estadounidenses exclusivamente e invertirían sus ganancias comprando bonos del Tesoro estadounidense” (Katusa, The Colder War, Wiley, 2015, pp. 53).
El siguiente hito en la coalición Riad-Washington fue la invasión soviética de Afganistán en 1979. Para los saudíes, la Unión Soviética siempre fue una aberración atea. Por ello, cuando el asesor de Seguridad Nacional estadounidense, Zbigniew Brzezinski, propuso que Arabia Saudita financiara a la guerrilla afgana, su propuesta fue bien acogida.
Con la connivencia de Arabia Saudita, Egipto y los Estados Unidos, voluntarios de los países musulmanes se concentraron en la frontera afgano-pakistaní para lanzar ataques contra los soviéticos. Entre estos voluntarios alcanzaría notoriedad un empresario saudita llamado Osama bin Laden, quien al finalizar la guerra fundó una organización llamada Al-Qaeda (La Base).
Otra piedra miliar ocurrió en agosto de 1990, cuando el dictador iraquí Saddam Hussein invadió el emirato de Kuwait. Alarmado, el rey Fahd acordó con el mandatario George H.W. Bush el envío de 200 mil soldados estadounidenses a Arabia Saudita. Esta acción evitó la invasión iraquí, pero enfureció al veterano de la Yihad anticomunista, Osama bin Laden.
Ya en nuestro siglo XXI, acontecimientos como los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 (15 de los terroristas eran de origen saudí) y la invasión anglo-americana de Irak en 2003, la cual fue percibida por los saudíes como un error estratégico, pues removió a Saddam y permitió que la mayoría chiita -aliada de Irán, enemigo mortal de Arabia Saudita- gobernara Irak.
La guerra civil en Siria provocó nuevas tensiones: los saudíes deseaban eliminar al régimen de Bashar al-Assad -aliado de Irán y Rusia-, para ello contaban con que los Estados Unidos harían el trabajo sucio mediante ataques aéreos por el presunto uso de armas químicas. Pero una jugada maestra del presidente ruso, Vladimir Putin, quien convenció a los sirios de colocar su arsenal bajo control internacional, evitó la ofensiva norteamericana.
Enfurecidos los saudíes decidieron, con el consentimiento o ignorancia yanqui, aumentar su oferta petrolera y evitar que los países de la OPEC disminuyeran sus cuotas de producción. ¿Por qué hacer esto?: primero, castigar a Rusia e Irán, países exportadores de petróleo por su apoyo a al-Assad; segundo, sacar fuera del mercado a la producción de gas esquisto (shale) estadounidense (el cual tiene un costo de producción de 60 dólares estadounidenses).
Finalmente, la victoria de los houthis -de credo chiita y aliados de Irán- en Yemen es una derrota para Arabia Saudita, pues está rodeada de aliados de Teherán -Irak, Siria, el Líbano y Yemen.
Por todo lo arriba mencionado, lo que discuta Barack Obama durante su visita a Arabia Saudita con el rey Salmán afectará directamente los precios del petrodólar -vitales para una nación como México- y la geopolítica del Medio Oriente.
Aide-Mémoire.- Cauteloso pero optimista se mostró el viejo zorro caribeño.
Colegio Aguascalentense de Estudios Estratégicos Internacionales, A.C.