Me gustan los cuadros abigarrados, en los que puedes contemplar el todo y luego dirigir las pupilas a descubrir las partes. Son los detalles los que guardan el verdadero asombro, para mí. Pueden reírse, no faltará quien diga que esto es algo parecido a los libros de ¿Dónde está Wally? Los conocí hace años y confieso que no me interesaba encontrar al tal Wally, me gustaba más descubrir en cada escenario los rostros, objetos, animales o golosinas que constituían esa colmena gráfica. En otro nivel, lo mismo ocurre con el cuadro La Torre de Babel de Pieter Brueghel, el Viejo: vemos una torre a medio construir, de arquitectura romana, junto a la costa. En primer plano, se encuentra un monarca y su séquito. Podemos admirar el llano y ver los techos de la ciudad circundante. Están el horizonte y las nubes quietas. El conjunto es inolvidable, pero explorar todo lo que ocurre en ese lugar es casi inagotable. Claro, nunca he visto el cuadro original y no creo que en esta vida visitaré el Museo de Historia del Arte de Viena. En la red se puede ver el cuadro, en alta resolución. Hasta podemos disponer de una lupa para pasear por la torre. No se rían, nadie va a encontrar a Wally por allí. Sólo he visto hombres con martillos, ropa tendida, una carreta cruzando un puente, un acueducto y hasta gente sentada alrededor de una hoguera.
Gran parte de la simbología de Babel se debe a su construcción fallida, por ello no es de extrañarse que el pintor decidiera plasmar la construcción en pleno en el lienzo. Ojalá le hubiera parecido cuerdo pintar el momento del almuerzo. No sólo para darme gusto sino para probar mi teoría: bajo los arcos, veríamos fogatas o algún tipo de hornillas, ollas, platos o hasta un asador. O bien, por las calles de la ciudad se aprestarían las hijas, madres y esposas para llevar el refrigerio listo a los hombres de la construcción. Sí, la equidad de género es algo nuevo y poco bíblico. Dirán que quiero saber qué comían en Babel porque me gusta la comida. Sí y no: lo que escribo es gracias al lenguaje, y de eso trata la historia de la torre, de un pueblo con el mismo lenguaje, homogéneo, que fue alterado por la mano de Dios. Se les castigó con la diversidad, que es ahora uno de los símbolos recurrentes cuando decimos Babel, aunque durante siglos fue la metáfora del castigo a la soberbia. Imaginen un grupo de gente donde no hay conflictos ni rencillas ni malos entendidos. Para que esto fuera verdad, no sólo tenían que hablar la misma lengua sino que tenían que comer lo mismo. Para mí, comer y cocinar son canales de comunicación. Lo que comemos es cultural, es un canal para mostrar la identidad grupal y la individual.
Lo dicho, en Babel todos comían lo mismo, todos tenían el mismo gusto. En las horas de descanso, cuando las piedras y los cinceles podían esperar, la gente se sentaba a guisar o a recalentar. Ahora imaginen si de un día para otro alguien pide otro guiso o descubre que la cebolla no le encanta o que a la sopa de todos los días le falta más sal. Vamos más allá: imaginen que, en el piso 15 de la torre en construcción, una cuadrilla decide que el olor de la carne es igual al de un panteón y optan por quitarla del menú; pero cuidado, los del piso 6 dictan que sólo la carne es comida. Mientras los del piso 33, que están más lejos de la tierra por lo que bajar y subir es arduo, por así convenirles, deciden que no se necesita fuego para comer, prefieren las frutas con piel, tan fáciles de transportar desde el inicio de la jornada.
Las diferencias no se detienen aquí: los nuevos vegetarianos del ya mentado piso 15 no se ponen de acuerdo, pues aunque prohíben la carne, fríen los vegetales en manteca. La discusión se torna ríspida, ya alguien amenaza con un estilete. A la gritería se unen los carnívoros que no terminan de decidir qué animal es bueno para comer. Como tienen vista al mar, surgen los partidarios de las escamas. Los que defienden el sabor de los animales terrestres se dividen en grupos. Caray, los amantes de las ostras se escinden de los edictos de los pro-escamas.
Por supuesto que los que comen en frío odian la pestilencia de los anafres, de los sofritos, sean de animal o no. Es más, no soportan la humareda que sube por todos los pisos, como si hilvanara un dragón imaginario entre los arcos. Cuidado, han empezado a acarrear baldes de agua, lo que es paradójico pues se requiere de mayor esfuerzo que subir y bajar de la torre para comer. Su objetivo es apagar todos los hogares donde la discusión continua sobre qué es y qué no bueno para comer.
Escuchen: es tal la conmoción en Babel que pronto la estética, el cálculo y toda la atención de los arquitectos está puesta en diseñar, escribir y argumentar sobre la defensa de lo que comerá cada grupo. Para colmo, con la variedad de lenguajes ya ni siquiera la manzana es manzana sino que también es apple, pomme y otros garabatos más. En fin, la verdad bastaría dibujarla para que todos entendieran qué es una manzana, pero en ese entonces el buen Brueghel no había nacido.
Total, qué bueno que hay diversidad, de otra forma el menú de las casas, fondas, puestos callejeros y restaurantes sería muy limitado. Aunque, bien mirado, si Babel hubiera sido completada nadie hablaría de ella, pero sus hacedores hubieran aprendido la lección de todas formas: los imagino contemplando el cosmos desde la azotea de la gran torre sólo para descubrir que eran un puntito ínfimo en el universo. Tan pequeños, tan nada su gran obra y así, con la soberbia hecha polvo de estrellas, hubieran aprendido a intuir el infinito.