La muerte de Julio Scherer García, acaecida en la madrugada de este miércoles 8 de enero a las 4:30 horas a causa de un choque séptico -en mi opinión, marca una transición inesperada-. Según la fuente “llevaba poco más de dos años enfermo, principalmente de problemas gastrointestinales” (Milenio Digital. 07/01/2015. 07:00 pm). En el parteaguas histórico de 1968 él asumió la dirección del periódico Excelsior que preside de ese aciago año a 1976, cuando desde la propia cooperativa del diario es orquestado por el presidente Luis Echeverría un golpe para destituirlo del cargo, lo que provoca la salida de un importante grupo de periodistas colaboradores, entre ellos Vicente Leñero, Enrique Maza, Carlos Marín, Miguel Ángel Granados Chapa, Miguel López Azuara, María de Jesús García, Rafael Rodríguez Castañeda y Froylán López Narváez, con quienes funda, el 6 de noviembre de 1976 el semanario Proceso que dirigió hasta 1996, pasando a ser luego el presidente del Consejo de Administración, quien a su deceso contaba con 88 años de edad.
En septiembre de 1970 llegué a la Ciudad de México para iniciar mis estudios universitarios y muy pronto me percaté de la transición instaurada de un periodismo predominante, insulso, cargado de notas sociales empalagosas como el narcisismo de las clases altas y política dominante; hacia otro que para mí fue marcado por el día que celebré cuando se dejó de comprar Novedades y fue sustituido por Excelsior, en la casa de estudiantes donde habitaba en la calle Goya de la colonia Mixcoac. Allí comencé por meter tijera a los artículos que me llamaban la atención porque tocaban la fibra más fina de los acuciantes problemas económicos, políticos y de la sociedad entera. La crítica documentada de sus editoriales armaba de argumentos inteligentes cualquier discusión estudiantil dentro o fuera de las aulas. Me era inevitable la lectura de Red Privada, columna de Manuel Buendía, que exhibía datos precisos sobre corrupción, crímenes inexplicables o pactos vergonzosos en los más altos niveles de la escala social, de la política nacional y exterior, tampoco le eran ajenos los problemas del Vaticano, al que no dudó en apellidar Vatican incorporated. Verdadero luto nos causó la noticia de su muerte a manos de un cobarde segundo tripulante de una motocicleta que se le aproximó en la calle y le disparó a quemarropa.
Así se intentó acallar ese estilo de periodismo al que nos acostumbró Julio Scherer y después Proceso. Confieso que al principio, durante mis estudios de Filosofía y Ciencias Teológicas en pleno 1976, me resultaba enigmático el crudo lenguaje del análisis crítico social que saturaba sus páginas que leía asiduamente pero me parecía denso; no obstante, me fascinaba su aportación de datos duros, su celo por el discurso informado, de investigación y crítica científica. Años después, en 1980, cuando tuve oportunidad de cursar mi maestría en Sociología ya me parecía su narrativa más transparente y mayormente comprensible su implacable análisis, tanto en lo lingüístico como en lo social y económico.
Al decir de los analistas actuales, “Proceso se convertiría en la gran revista de investigación periodística de las siguientes dos décadas, con la bandera de la libertad de expresión. Scherer nunca dejó de ser un reportero. En Excelsior y en Proceso escribió sobre conflictos estudiantiles, el movimiento zapatista, religión, pobreza, narcotráfico y asuntos internacionales. Viajó por el mundo cubriendo desde la Primavera de Praga al golpe de Pinochet en Chile o la Sudáfrica del Apartheid” (Milenio Digital. 07/01/2015. 01:46 pm). A este respecto, debido al requerimiento de brindar mi servicio social para concluir mis estudios de licenciatura, opté por acompañar a un inquieto puñado de compañeros de la Universidad Iberoamericana para realizarlo en los Altos de Chiapas hacia el día 17 de septiembre de 1977.
Como era ya sistema de trabajo y costumbre en la diócesis de San Cristóbal bajo la pastoral del obispo don Samuel Ruiz, hubimos de acercarnos a su vicariato general para informar de nuestro deseo e intenciones, a fin de que nos fuera asignada una comunidad dónde insertarnos.
La importante parroquia de Ocosingo estaba bajo el cuidado de los padres dominicos, de los que uno de nuestros maestros en la Ibero, el padre Miguel Concha Malo era teólogo destacado, y ya desde 1974 colaboraba asiduamente con el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas y brindaba apoyo al obispo emérito de Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo en su liderazgo del Centro Óscar Arnulfo Romero para refugiados salvadoreños en México en memoria del arzobispo asesinado en la propia iglesia catedral de esta comunidad centroamericana. Por otro lado, la comunidad alteña de Bachajón, aproximadamente a 70 km al norte de San Cristóbal, tenía ya treinta años o más de presencia de los sacerdotes jesuitas que habían creado allí un centro misional de gran significación y alcance, eran ya maestros avezados en las lenguas de la región; Tzeltal, Tzotzil, Chol y Tojolabal y usaban corrientemente los textos traducidos de la liturgia católica en esas versiones durante sus ceremonias religiosas; huelga decir que acompañaban en sus lenguas nativas todas las reuniones y asambleas comunitarias de los hermanos indígenas que allí se congregaban. Digamos que el centro misional era como un ágora ateniense del mundo maya superviviente.
A nosotros nos tocó en suerte la asignación de la parroquia de Yajalón (Yashalum, o Río Verde). Unos diez kilómetros más al norte, ya casi en línea fronteriza con Villahermosa, Tabasco y vecino del municipio de Tila, que por cierto presidía una alcaldesa, a quien nos referíamos familiarmente como la señora de Tila. El párroco era el bonachón cura méxicoamericano Lorenz Ribe, hijo de padre alemán y madre mexicana originario de California, posteriormente expulsado por “subversivo”. Con él sostuve una estrecha colaboración, ya que me encomendó tareas propiamente pastorales y litúrgicas de la parroquia, entre las que destacaba el acompañamiento de los diáconos laicos de la comunidad, de los muy activos jóvenes hermanos indígenas catequistas y de la organización de las misas dominicales y de días festivos; así como la preparación de los bautismos, bodas, primeras comuniones y liturgias de la palabra que eran muy comunes en este enfoque pastoral-comunitario de los laicos, hombres y mujeres.
Adivine, usted y adivinará bien que, en este contexto, el único medio informativo confiable y esperado con ansia cada ocho días, en aquellos parajes de la sierra y selva chiapaneca era la revista Proceso. Antes del internet, de los teléfonos celulares y de periódicos más avezados para describir con objetividad la realidad social, económica y política que vivía México, el periodismo facturado “a la Julio Scherer” era la fuente confiable para estar informado de lo que acontecía. Y aunque distantes del centro geopolítico del país, nos sentíamos actualizados de información crítica que, en aquellos años, no era fácilmente difundida con objetividad y a conciencia. Para identificar liderazgos políticos, grupos y movimientos actuantes en la región, Proceso era nuestro vade-mecum y lectura obligada de cabecera por las noches; que al día siguiente constatábamos de una u otra forma, en campo. Lo del EZLN en 1994 es prácticamente incomprensible sin los datos fehacientes de los setenta y ochenta que consignaba densamente Proceso y nuestra experiencia a tierra.
Cito esta experiencia porque, tratándose de los años 1977-1978, ya existía en esas zonas chiapanecas una efervescencia activista de los partidos fragmentados de los otrora legendarios Comunista Mexicano y Socialistas de diferente apellido, que formaban una gama abigarrada de la “izquierda” mexicana, entre los que figuraba el PST, Partido Socialista de los Trabajadores, con nutrida presencia en los Altos de Chiapas. Las comunidades, villas y parajes de esta comarca eran profusamente visitadas por promotores de todo tipo, desde los institucionales agrarios, a los oficiales del Banco Mundial, o los pertenecientes a diversas ramas de la ONU, antropólogos, etnólogos, lingüistas, sociólogos, politólogos, comunicólogos, historiadores y algunos artistas. Entre ellos destaco la presencia de un experto inglés en Diseño Textil, de apellido Tillet, con la nada peregrina idea de representar en tapices de gran tamaño la cosmogonía Maya, tejida por sus familias étnicas allí protagónicas.
Evocación, otrora impensable, pero que hoy en ausencia de Julio Scherer y Vicente Leñero, instaura una transición periodística inesperada, pero rigurosamente cumplida y vigilada por su espíritu informativo imbatible.
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