¿Y los tamales?, de chivo / Minutas de la sal - LJA Aguascalientes
22/11/2024

Todavía hoy en día me resulta inquietante mirarlos a los ojos; acaso es el conjunto que forman esa barbita rala y la sonrisa casi humana. No, me bastan sus ojos, que no son de gato, son más parecidos a los de un reptil, pero con la contradicción del pelaje. Sí, las escamas son propias de esos ojos, no la piel suave ni la sangre caliente de los mamíferos. Los cuernos son lo de menos; a estas alturas del partido, son tantas las caricaturas del diablo que los cuernos no tienen el poder de antaño. A lo mejor es porque vivo en esta ciudad y los astados están en otras partes: en las defensas de los autos, en las armas de los policías, de los soldados y de los ladrones. Las astas están en la ciudad con sus banderas inmensas; las astas son esas que se elevan al cielo y todo lo alumbran y anaranjan en esta ciudad. Por ello, me parece curioso que los ojos de los chivos me inquieten. Supongo que mi ADN tiene un rasgo medieval, que me hace ver y escuchar el balido del mismísimo demonio en ese animal. Es un vil chivo, me digo, no encuentro al tal cabrón, no lo veo esparciendo el mal, aunque sí esparce su tufillo, de chivo, pero no del cabrón aquel que convocaba a brujas y brujos para el aquelarre. Tampoco lo veo riendo gozoso esperando que le besaran el culo, ni comandando a las mujeres enloquecidas para que guisaran a los infantes o frieran las vísceras putrefactas de los muertos.

No sé, pero entiendo por qué nadie quiere que le hagan de chivo los tamales, ni guisados ni en la vida real. Es curioso, el dicho ahora se usa a destajo para señalar cualquier engaño. A veces hasta resulta casi textual al emplearlo para señalar que el alimento que nos dieron no es lo esperado, algo así como cuando nos dan gato por liebre. Pero el chivo es más torcido que un gato, como sus cuernos, porque la connotación primera es sexual: al que le hacían de chivo los tamales le estaban poniendo el cuerno (de chivo, de buey, de lo que sea es bueno). Pero la culpa no la tiene la carne del chivo, que la verdad es rica, ni siquiera es tan apestosa como la de carnero. La culpa es del cabrón de los aquelarres. Bien mirado, comer chivo es como comerse un cacho de demonio: es como la alegoría de besarle el culo para luego montarse en una escoba y volar hasta el caldero para preparar pócimas y maldecir y voltear el crucifijo de cabeza. Todo esto hasta que hiciéramos la digestión y entonces llegaran los del Santo Oficio descubriendo nuestra maldad, señalándola con su cruz verde y erradicándola con el fuego purificador.

Pobre chivo, qué culpa tiene, parece un animalito de cartón. La palabra cabrón le queda grande. Aunque algo hay en esos ojos que no me miran, que parecen mirar alrededor, como si miraran todo sin mirar nada. Acaso lo que miran es un umbral o al verdadero chamuco que traemos siempre puesto. Pues será el sereno, la verdad preferiría los tamales de chivo porque, como ya lo he dicho, el pollo sí es cosa del demonio. Aunque todos los tamales deberían ser de cerdo, animal bendito, aunque otras religiones digan lo contrario. No pueden ignorarse la bondad del tocino, de las patitas en pibil y de los jamones aterciopelados.

O mejor no quiero tamales de carne, ¡vengan unos dulces!, con su fruta machacada, sus pasita rehidratas y sus colores imposibles. Aunque la fruta también tiene sus perversidades, como la manzana de Eva, las naranjas de oro y el higo siempre seductor. Total, no debería sorprenderme, la gula es pecado capital y seguro anda de la mano con sus otros hermanos pecados capitales. Andan en ronda, bailadores, y basta tomarle la mano a uno para saborearlos todos. Ni modo, para eso está el fuego purificador, aunque sólo purifica al pecador, porque el chivo asado sigue siendo chivo y el cerdo asado sigue siendo cerdo. Qué raro, ahí los cánones y los rituales no validan al fuego. No sé, hará otra magia con la grasa humana, pero entonces ¿por qué el canibalismo es tabú?

Todo esto para recordar que se acabaron las fiestas, que ya muchos aventaron su muñeco de la rosca al basurero y lo recordarán o lo olvidarán en definitiva cuando llegue febrero. Entonces todos hablarán de La Candelaria como efecto de la nostalgia de las fiestas pasadas y como promesa de las que vendrán al final del año que todavía es nuevo. Aunque lo nuevo es aparente, porque los ojos de chivo todavía me inquietan. Todavía se habla del diablo, se persigue a la gente y disfrazamos nuestras palabras con la cruz verde.

Sea el año que sea, debemos recordar ciertas cosas: como leer las notas satíricas de Leandro Fernández de Moratín sobre el artículo periodístico de la corretiza que le metieron a las brujas en Logroño, allá en el lejano 1610; un siglo tan antiguo pero que brilla hoy en los ojos del chivo. Aquí una cita: “Son diablos sacristanes y monaguillos, que en creciendo se ordenarán a la diablesca, serán predicadores sabatinos, confesarán a la brujas, cenarán, triscarán con ellas, y lo pasarán ricamente”. En fin, no basta cambiar el corte de los sambenitos y que las piras sean de otro color.

Total, mejor le doy la mano a la gula para hacer un corro, algo así como una danza macabra: nos iremos a corretear por los círculos del infierno para ver si en alguna mesa sirven tamales de chivo, que a final de cuentas ni sé si llevan salsa roja o verde, o salsa negra como esos moles imposibles de los oaxaqueños. A lo mejor ahí son pavorosos, porque si bien considero que los ojos de vaca son riquísimos, nunca en mi vida me comería los del chivo: no sea que me quede viendo el infierno o llegue un nuevo Santo Oficio y me queme por bruja.

 



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