Fin de año: esa bonita época en que reflexionamos acerca de nuestros malos hábitos y nos prometemos, un poco absurda e inocentemente, corregirlos de la noche a la mañana el 31 de diciembre, para iniciar el siguiente ciclo convertidos en personas ordenadas, vigorosas y sanas. Algunos juran que dejarán de levantarse a las 10 de la mañana para ver el amanecer en pants y tenis mientras dan varias vueltas a trote veloz en el parque más cercano; otros prometen que dejarán las grasas y los carbohidratos de un día para otro, para mágicamente volverse amantes de las acelgas y las espinacas. También hay quienes se proponen leer, ahora sí, por lo menos cincuenta y dos libros, uno a la semana, empezando por la Iliada o la Biblia.
Por desgracia, muchos, muchísimos de esos propósitos quedan en el olvido antes de que acabe enero. En parte se debe a que los vemos como castigos o males necesarios, mientras que los sopes, las horas en el sillón y las series de tele nos parecen cómodos, gratos y divertidos. A principio de enero, en esta misma columna, comentaba otro problema con la idea de “leer muchos libros en el año”: que cada libro es diferente y que cada lector también lo es, por lo que no podríamos contabilizar igual un libro de haikús que un novelón de seiscientas páginas (y que incluso entre los novelones hay diferentes ritmos y grados de dificultad). Aquella vez proponía yo alternativas, todas alrededor de una noción bien importante: tendríamos que leer por gusto y no por obligación.
Ojo, eso no quiere decir que yo promueva la holgazanería, la gula y la ignorancia, que conste. Lo que digo es, simplemente, que en vez de ponernos metas prefabricadas y absurdas, tendríamos que conocernos un poco mejor a nosotros mismos y ponernos metas a la medida, de preferencia, que nos saquen un poquito de nuestra zona de confort pero no tanto como para que nos sintamos como leones enjaulados, deseosos de volver a toda prisa a nuestro combo sofá+tele+comidachatarra.
Más complicado aún si lo que queremos es hacer el plan de año nuevo de otra persona. Por ejemplo, de algún niño, niña o adolescente bajo nuestro cuidado. Y antes de que frunza alguien el ceño, hagamos énfasis en algo: se es “otra persona” desde que no compartimos un cerebro, así que nada de pensar que serán personas cuando cumplan dieciocho años o, peor, cuando puedan comprarse sus propios libros. La primera idea es ridícula porque la edad no necesariamente implica sabiduría o sentido común; mientras que la segunda es ruin porque implica una forma de control digna de Rico MacPato y no de padres o tutores responsables. En todo caso, supongo que estoy divagando. Lo importante aquí es que no podemos llegar con el chavito o la chavita a darle el decreto de año nuevo: “leerás treinta libros en el año, todos de superación personal” o “este año leerás todo el diccionario y harás un enunciado con cada una de las palabras que trae”. O bueno, hagámoslo si lo que queremos es que odien la lectura de una vez y para siempre (pero… ¿para qué haríamos eso?, ¿no es horrible?).
En lugar de eso, valdría la pena hacer los propósitos lectores del año en familia, más como un juego que como una imposición, con la posibilidad de que, si prende, se vuelva una tradición. Por ejemplo, podrían sentarse todos juntos a la mesa, cada quien con su hoja y su lápiz, y proponer rubros. Podrían ser, por ejemplo: “para leer yo solo” y “para leer en familia”. Luego, proponer subtemas del tipo: “En enero, leer al menos un libro que me hayan recomendado mis amigos” o “Leer juntos un libro con ilustraciones” o “ir a la biblioteca y hojear juntos un libro de fantasmas”. La idea sería proponer diferentes retos para cada mes del año y, cuando llegue la cena del siguiente 31 de diciembre, comparar notas, ver cuáles de los planes sí se cumplieron y cuáles no, platicar sobre cuáles fueron difíciles y por qué y cuáles fueron más gratos. Otra posibilidad que a mí se me antoja divertida es utilizar un cuaderno de esos que traen separadores, para que cada miembro de la familia tenga su sección y en ella anote sus retos y, durante el año, sus avances e impresiones. Yo tendría la libreta en la sala, junto a la tele, o en el comedor, pero en algún lugar donde todos tengan acceso a ella (sin que se pierda, ¿eh?, por favorcito). Así, se tendría un bonito registro de las lecturas pero, sobre todo, un recuerdo familiar que con los años se irá volviendo más y más entrañable, en lugar de convertirse en la anécdota de “¿te acuerdas de aquel año espantoso en que mi papá nos quiso obligar a leer media hora diaria?”. Piénsenlo y díganme si no suena muchísimo mejor.
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