Decir Sir Arthur Conan Doyle es, como lo ha sido casi siempre y lo será por siempre, decir Sherlock Holmes, el personaje que le dio la fama eterna en contra de su deseo de pasar a la historia como un gran autor de novelas históricas y realistas. Y entre esas novelas ya olvidadas de Conan Doyle, histórica y realista -en ambos sentidos de la palabra- al mismo tiempo, se encuentra Rodney Stone, una obra de la que Bolaño escribió que era “imprescindible para todos los amantes de las letras y los puños”, una novela que habla de los inicios del boxeo, de peleas a puño limpio, sin guantes, y sin límite de asaltos, de viejos boxeadores ya olvidados cuyas hazañas y andanzas merecen ser recordadas. En Rodney Stone, alrededor del protagonista que da nombre a la novela narrada en primera persona, pasan todos los grandes, y también los pequeños, pugilistas de aquella época y sus peculiares historias.
Los boxeadores, una vez terminada su carrera, casi siempre corta, suelen dedicarse a gastarse su fortuna en caprichos exageradamente caros, invertirla en arriesgados negocios que suelen acabar mal o descubrir, tarde, que sus contadores y encargados de inversiones no eran tan honestos. Lo extraño, lo asombroso es un boxeador que termine su carrera dedicándose a la política como el caso de John Gully, una carrera que además comenzó en la cárcel a la que había ido a parar por deudas de su posada. Allí lo visita el campeón Henry Pearce al que gana y, gracias al dinero de las apuesta, salda sus deudas y sale de la cárcel. Gully continúa con el boxeo y, de nuevo con el dinero de las apuestas por las peleas ganadas, se dedica a la crianza de caballos de carreras con los que acumula una suma considerable para comprar Ackworth Park y, ya como terrateniente, es elegido parlamentario en diciembre de 1832 para el primer parlamento realmente democrático de toda la historia inglesa.
Hace tiempo, en los albores del deporte, el boxeo era en las clases bajas necesidad para intentar salir de la pobreza, mientras que en las clases altas, realeza incluida, un modo snob de diletantismo. No es extraño entonces que grandes figuras de otro deporte, como afición o placer culposo, se dedicaran al pugilismo. Tom Faulkner, uno de los mejores criqueteros de la historia de ese deporte, se hacía llamar Tom el Largo, por su destacada altura, cuando se ponía en pantalones cortos para competir en el cuadrilátero. Y un esgrimista, James Figg, electo para el salón de la fama del boxeo doscientos cincuenta años después de su muerte, en 1992, por ser el primer campeón del boxeo sin guantes inglés, lo que en aquella época significa también mundial, y el padre del boxeo moderno.
No sólo era para muchos uno de los caminos para salir de pobreza, sino también en las colonias para salir de la esclavitud. Harry Sutton, con el poco imaginativo sobrenombre de el Negro, compró su liberación para convertirse en tratante de maíz gracias al dinero ganado en un deporte al que había llegado por casualidad cuando un promotor lo descubrió en una pelea a la que acudió como espectador y le propuso que subiera al ring. Tom Molineaux, sin embargo, parece prefigurar lo que serán las carreras de muchos afroamericanos a lo largo del siglo XX cuando, después de comenzar a pelear para entretenimiento de los amos y después profesionalmente, compra su libertad y marcha a Inglaterra donde, tras una corta y exitosa trayectoria muere en la cárcel alcoholizado y lleno de deudas.
Pero no sólo los ex esclavos de las colonias acudían a Inglaterra en busca de fama y, por supuesto, pecunio sino, en un extraño y casi único caso, también un italiano, Tito Alberto di Carni al que, aunque veneciano nunca que se sepa fue gondolero, se le conoció por el apodo de The Venetian Gondolier y que ha pasado a los anales del boxeo británico por su cobarde huida. Carni, a pesar de que como cuentan las leyendas era tan ancho de hombros que tenía que cruzar las puertas de lado, tras recibir de Bob Vittaker, que defendía frente al extranjero el honor del pugilismo inglés, un puñetazo en el estómago y lanzar un alarido de dolor, corrió desde donde se celebraba el combate hasta la oficina de embarque donde, todavía con la ropa de pelea, preguntaba cuando salía el próximo barco para el extranjero.
Y, hablando de boxeo, un deporte donde sólo uno puede ser el más grande, están quienes pasan a la historia no por sus victorias sino por sus derrotas como Tom Paddington Jones recordado hoy por la enorme cantidad de combates en los que participó, de la cual tiene un record todavía no superado y por tener el lamentable honor de haber perdido con todos los grandes pugilistas de varias generaciones, honor que comparte con Bill Warr, que a pesar de la gran cantidad de combates en que participó, no logró ningún título y que, alegando defensa personal, se libró de ir a la cárcel tras de un golpe en la mandíbula dejar muerto a un espectador que dudaba de sus capacidades pugilísticas.
¿Por qué un monumento para todos ellos? Porque, como escribió Sir Arthur, “cuando el cuadrilátero y los nombres de los campeones se han convertido en cosas del pasado, podemos comprender una filosofía más amplia que demuestra que todas las cosas, surgidas de manera tan natural y espontánea, cumplen una función, y que es preferible que dos hombres luchen por propia voluntad hasta que ya no puedan más, a correr el riesgo de que baje lo más mínimo el nivel de valentía y entereza en una nación que depende tan enteramente para su defensa de las cualidades individuales”, palabras que aplican perfectamente entonces, hoy y siempre.