Es la naturaleza de la esclavitud el hacer a sus víctimas tan miserables que al fin, con miedo de ser libres, ellas multiplican sus propias cadenas. Se puede liberar a un hombre libre, pero no puede liberar a un esclavo
Louis J. Halle
El concepto de “Indefensión aprendida” aparece en los años 60 y se debe al psicólogo Martin Seligman, que la definió como La condición de un ser humano o animal que ha “aprendido” a comportarse pasivamente, con la sensación subjetiva de no poder hacer nada y que no responde a pesar de que existen oportunidades reales de cambiar la situación adversa. Esta teoría se ha vuelto enormemente significativa a la luz de los acontecimientos violentos que nos está tocando vivir.
Seligman realizó un experimento algo cruel, pero de resultados muy interesantes. Encerró a dos perros en una caja y les aplicó choques eléctricos de manera aleatoria. Uno de los perros tenía la posibilidad de evitarlos si tocaba una palanca, en cambio el otro no podía evitarlos. Al cabo de un tiempo, los cambió a otra caja pero esta vez ambos perros tenían la oportunidad de salirse de ella para evitarlos. Sin embargo, sólo el que tuvo acceso a la palanca lo hizo, el otro se quedó quieto y aguantando los choques eléctricos. Cabe resaltar que el experimento de Seligman ha servido para entender mejor el mecanismo de la depresión.
La situación de indefensión aprendida la viven hoy en día muchas personas, hay niños y mujeres maltratadas, gente que ha sido secuestrada, trabajadores que viven acoso laboral constante, inmigrantes e inclusive podemos hablar de indefensión aprendida en poblaciones enteras. Todos ellos se han acostumbrado a vivir con estímulos negativos y, aún teniendo la posibilidad de evitarlos, se resignan y someten, perdiendo la voluntad y volviéndose sumisos sin remedio.
Hoy se sabe que cuando una persona se encuentra en estado de indefensión aprendida puede ser manejada con facilidad, sin que exista el más mínimo temor de que realice un acto de rebelión contra su opresor. El maltratador utiliza esa técnica, no sé si consciente o inconscientemente, y actúa con amabilidad, cariño y comprensión cuando su estado de ánimo está calmado y en circunstancias similares se enoja con una violencia incomprensible, de tal manera que la víctima no sabe cuándo será atacada y esto la paraliza.
Algo parecido ocurre con el maltrato a los niños. Padres que han vivido violencia intrafamiliar la reproducen en su propia familia. Padres que unas veces les ríen y festejan las gracias a sus hijos y otras veces montan en cólera por algo insignificante. El niño no sabe bien a qué atenerse porque no existe una congruencia en las consecuencias de sus actos y siempre esperará lo peor, esa inestabilidad los volverá miedoso y negativos. Seguramente son niños que tenderán a la depresión el resto de su vida.
Todos los casos son graves, pero cuando se multiplican hasta formar grandes grupos de personas, como ocurrió con los judíos en la segunda guerra mundial o como está ocurriendo hoy en día con poblados mexicanos sometidos al yugo del narco y de políticos coludidos con ellos, la gravedad aumenta significativamente. Gente que empieza a “acostumbrarse” a secuestros, matanzas, desapariciones de seres queridos y demás atrocidades y que está quedándose en la más completa indefensión.
Hay otro experimente reciente que realizó una profesora con alumnos adolescentes para demostrarles cómo se puede inducir la indefensión aprendida. La profesora repartió hojas de papel en las que había escrito tres palabras. El ejercicio consistía en hacer anagramas o lo que es lo mismo, escribir otras palabras utilizando las mismas letras, por ejemplo, convertir la palabra Roma en amor. Empezaron con la primera palabra, les dio unos minutos y luego pidió que los que hubieran terminado levantaran el brazo. Sólo la mitad lo hizo. Ocurrió lo mismo con la segunda y la tercera palabra. Siempre había un grupo que no podía hacer esos anagramas.
Cuando terminó todo, la profesora les explicó que había dado dos tipos de palabras, unas eran muy sencillas y las otras eran tan complejas que no se podía hacer ningún anagrama con ellas. Sin embargo, también les aclaró que la tercera palabra era igual para los dos grupos y a pesar de ello, los que tuvieron que enfrentarse a las palabras difíciles, ni siquiera hicieron el más mínimo esfuerzo por resolver la tercera, sin importar cuán sencilla fuera. Se sintieron ansiosos, frustrados y sin confianza en sí mismos.