Se escucha con frecuencia la necesidad de convocar a un pacto nacional contra la violencia. El presidente Enrique Peña Nieto ya anunció que en los próximos días convocará a los representantes de los tres poderes de la Unión, a las fuerzas políticas y a las organizaciones de la sociedad civil para asumir el compromiso de emprender cambios de fondo que fortalezcan a nuestras instituciones, para que unamos esfuerzos en favor del estado de derecho, combatir la corrupción y cerrar el paso a la impunidad
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El Consejo Coordinador Empresarial (CEE), el pasado 29 de octubre, hizo un llamado para arribar a “un Pacto que nos permita concretar los avances … en asuntos tan relevantes como la seguridad, el estado de derecho, la justicia, el combate a la corrupción e impunidad y la democracia”.
A veces los pactos han servido para mucho. Pienso en los pactos anti-inflacionarios de fines de los ochenta. Los grandes pactos sociales durante las presidencias de Lázaro Cárdenas, de Ávila Camacho y de Miguel Alemán. Uno para promover la justicia distributiva y otros para impulsar la industrialización del país; terminaron generando un estructura corporativa que permitió asentar una gobernabilidad autoritaria funcional durante varias décadas.
Pero a menudo los pactos no llevan a ninguna parte salvo a desgastar el nombre mismo. ¿Cuántas veces en la última década se han suscrito pactos por la seguridad pública? ¿Y con cuál resultado?
El horrendo crimen colectivo en Iguala sólo hace explícita la articulación, que se expande en muchas regiones del país, entre crimen organizado y corrupción política.
Desde que se desarrollaron las reformas estructurales de los noventas las mentes más lúcidas subrayaron la necesidad de establecer secuencias en la aprobación e implantación de las reformas. Una mal secuencia podría afectar el conjunto de las reformas. La secuencia es crucial para un pacto que abarque la violencia, la corrupción, la impunidad, el estado de derecho.
Primero partamos de la realidad en la que nos encontramos para evitar saltos al vacío. Hay 43 jóvenes desaparecidos y presuntos culpables, probablemente no todos y seguramente no en todas las instancias de gobierno involucradas. Si esto no se resuelve con razonable aceptación social, forzar un pacto, para muchos aparecerá como un mecanismo de desviación y no como una instancia de deliberación democrática para la grave crisis que aqueja al Estado mexicano.
Segundo, es indispensable un buen diagnóstico del momento actual. Se trata de una crisis de un régimen político constituido por tres fuerzas principales, pero excluyente de otras fuerzas ciudadanas, y un Estado disfuncional frente a una sociedad plural pero desarticulada, y débilmente implantado a lo largo del país. Todo esto en medio de una crisis de credibilidad hacia casi todas las instituciones por parte de segmentos importantes de la sociedad.
Tercero, la crisis es institucional y territorial. Todo aparece como que el poder central se desmadejó dejando constelaciones y archipiélagos colonizados por diferentes poderes fácticos, entre ellos desde luego las bandas del crimen organizado, pero no sólo. Se requiere entre otras cosas una amplia y profunda reforma municipal que construya con los habitantes de los municipios y sus localidades nuevas formas de ejercicio de poder.
Cuarto, ningún discurso, ninguna legislación es suficiente para generar la confianza que se necesita en materia de transparencia, rendición de cuentas y combate a la impunidad, sin castigos a responsables de acciones criminales en los altos niveles de la jerarquía. No se trata de actos ejemplares como los que ocurrían en el pasado, sino de una auténtica limpieza, minuciosa y estrictamente apegada a reglas claras. Tuve la tentación de sugerir ver la película Z de Costa Gavras. Pero el final invita a la reflexión sobre las virtudes del gradualismo.
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