¿De qué depende la paz pública? Pregunta llana y simple cuya respuesta total y concreta implica observar un gran entramado tanto del Estado como de la sociedad dentro de los cuales se aplica. Y, seguramente, ocurre así porque este dato social es el gran resultado de una serie de factores institucionales orgánicos del Estado, en cuanto que tal, así como sociológicos, culturales y económicos que determinan el clima y la estructuración de una sociedad. En pocas palabras, la paz pública es el macro-resultado del armonioso y pleno funcionamiento tanto de la estructura como del dinamismo de una sociedad políticamente organizada.
En México, hemos experimentado ya por lo menos dos décadas sin paz pública auténtica. El incremento notable de la violencia y criminalidad, aunado a la profunda corrupción institucional, el rebasamiento y disfuncionalidad ostensible del Poder Judicial, con el pernicioso resultante de impunidad generalizada; sumado a ello, la profundización de la desigualdad social, provocada ésta por las fuertes asimetrías económicas de clases sociales, derivadas de la implantación a raja tabla de perniciosas políticas públicas de corte Neo-liberal, impulsadas por el capitalismo dirigente global, han hecho de la escena pública mexicana un estado de riesgo latente, inestabilidad institucional, inseguridad de las personas y de la comunidad total, de total descrédito de los políticos y sus partidos respectivos, y finalmente, de desconfianza o incredulidad hacia los actores sociales que pretenden restituir el cabal sentido del Estado de Derecho.
Digamos, por abreviar, que éste último es el meta-resultado de todo lo positivo que debiera ocurrir para que los ciudadanos gocemos y vivamos de una paz pública auténtica. Los policías de barrio o de proximidad son conocidos, amigables y diligentes con los vecinos; los ministerios públicos son eficaces e insobornables en su oficio; los presidentes municipales y sus cabildos son celosos administradores y eficientes servidores de la comunidad que habita en su jurisdicción, hacen vigente el orden y respecto desde Lo Local; las severas desigualdades sociales son allanadas mediante políticas públicas equitativas y eficazmente distributivas; los servicios públicos ordenados constitucionalmente son prestados con pulcritud, calidad y calidez; la impartición de justicia es real, concreta, pronta y expedita; las ordenanzas desde Lo Local son acatadas puntualmente por las y los ciudadanos todos; la seguridad de las personas, su patrimonio familiar y sus bienes, son garantizados contra cualquier acto delictivo, desechando, por tanto, cualquier evento de impunidad; toda transgresión a la Ley, así sea reglamentaria municipal, es detectada, proseguida y sancionada en tiempo y forma. En fin, sí, la pintura ideal de un paraíso terrenal. Pero, sin cuya búsqueda y construcción -aunque suene a utopía- nos hace rehenes de los parajes inferiores, y por eso bien llamados: infierno.
Así como el dolor físico acusa una enfermedad; la queja y el sufrimiento social acusan un estado de emergencia. Ante el cual, no hay de otra, quienes estamos dispuestos a superarlo tenemos que afrontar sus terribles efectos y consecuencias, y ello sólo es posible mediante la restauración de la paz pública.
En la Historia Antigua, el concepto de “Pax Romana” se aplicó a un periodo que comprendió desde cerca del año 27 A.C., con Augusto, hasta el año 180 D.C, con la muerte de Marco Aurelio. Otros autores la datan a partir del año 30 D.C., o bien que da inicio hacia el año 14 D.C. El autor Edward Gibbon la describe así: “Sin importar la propensión de la humanidad a exaltar el pasado y despreciar el presente, el pacífico y próspero estado del imperio era calurosamente sentido y honestamente confesado tanto por las provincias romanas como por los propios Romanos. Ellos reconocían que los verdaderos principios de la vida social, de las Leyes, de la agricultura y de la ciencia que habían sido primero inventados por la sabiduría de Atenas, estaban ahora firmemente radicados por el poder de Roma, bajo cuya auspiciosa influencia los más fieros bárbaros estaban unidos bajo un gobierno igual y un lenguaje común. Ellos afirman que, con el mejoramiento de las artes, la especie humana estaba visiblemente multiplicada. Ellos celebraban el creciente esplendor de las ciudades, el bello rostro del campo, cultivado y adornado como un inmenso jardín; y el largo festival de la paz, que era gozado por tantas naciones, olvidaban sus antiguas rivalidades y los libraba de la aprehensión acerca de un daño futuro” (Fuente: The History of the Decline and Fall of the Roman Empire. 1776 a 1789, Vol. VI).
En efecto, es la percepción o aprehensión hacia un daño futuro, o ya presente, la que nos pone en alerta sobre la ausencia de paz ciudadana. De ahí el sentimiento de orfandad respecto de la presencia y la acción efectiva del Estado, bajo cuyos principios y leyes solamente, es posible experimentar el caluroso sentimiento de la paz, el orden y el respeto.
Es lógico pensar que, en ausencia de paz pública/ciudadana auténtica, se dispare el dispositivo inconsciente de culpabilización personal y social, que nos pone en la disposición anímica de buscar a los culpables. Independientemente de que esto en estricta justicia sea así, incluso como ley de sobrevivencia, resulta oportuno analizar con sinceridad nuestro grado de responsabilidad, tanto en lo personal como en lo local. Recordemos que el caso de Iguala, Guerrero ya es prototípico a nivel nacional e incluso rebasó fronteras para ser un referente internacional y mundial, siendo como es de origen, un grave caso desde Lo Local.
Para intentar un análisis personal, me topé con un texto deliciosamente sencillo y contundente de Charles Péguy que, con perdón de usted cito per longum et latum en un fragmento, y que se intitula: El Examen de Conciencia. (Del autor, Palabras Cristianas, 1966).
Yo entendí muy bien, dice Dios, que haga cada uno su examen de conciencia. Es una buena costumbre. Pero es preciso no abusar de ella. Es una práctica, incluso, recomendada. Está muy bien. Todo lo que está recomendado está muy bien. E incluso no sólo está recomendado: está prescrito. En resumen: que es muy buena cosa/.
Pero ¿a qué es lo que llamáis vuestro examen de conciencia? Si es pensar en todas las tonterías que habéis hecho durante el día con un espíritu de arrepentimiento, entonces está muy bien, acepto vuestra penitencia, sois gente honrada, buenos muchachos. Pero si lo que pretendéis es hacer desfilar y rumiar toda la noche todas las ingratitudes cometidas durante el día, si es que queréis volver a masticar por la noche vuestros amargos pecados del día, si es que queréis llevar un registro perfecto de vuestros pecados, de todas esas tonterías y estupideces, entonces, no. Dejadme a mí llevar por mí mismo el Libro del Juicio, que seguramente ganaréis más con ello. Si es que queréis contar, calcular, valorar como un notario o como un usurero o como un recaudador de impuestos, dejadme entonces hacer mi oficio y no os pongáis a hacer oficios que no tenéis por qué hacer/ (…).
Luego vuestro examen de conciencia sea un lavado de una vez, y no un volver sobre huellas y manchas. La jornada de ayer está hecha, hijo mío, piensa en la de mañana, y en tu salvación que está en las veinticuatro horas de la jornada de mañana. (…) Que vuestros exámenes de conciencia y vuestras penitencias no sean endurecimientos y encabritamientos hacia atrás, sino que sean penitencias de descanso, pobres hijos, y contriciones de perdón, y de abandono en mis manos y de renuncia a vosotros mismos. (…) Haríais todo por mí, excepto ese pequeño abandono que es todo para mí. Por favor, sed como un hombre que está en un barco sobre un río y que no rema constantemente sino que, a veces, se deja llevar por la corriente.”
Culpabilización, sin ternura entrañable por el otro y por mí, no es buena cosa, igual que no elevar la mira y ver al futuro con confianza, es cosa inútil. Concluyo con la frase de Edward Gibbon: “Cualquier sospecha que sea sugerida por el aire de retórica o declamación que parecen prevalecer en estos pasajes (Romanos) su substancia es perfectamente concordante con la verdad histórica”.