Por: José Luis Justes Amador
“Acaso coincidiremos un día al fin / no en el camino sino en el ritmo de los pasos / y nos perderemos luego / cada uno por su ruta / cada uno con su mapa” con esos cinco versos cierra Jorge Fernández Granados su antología personal Si en otro mundo todavía (Almadía, 2012) y esos mismos cinco versos podrían ser el epígrafe perfecto para su libro más reciente, una compilación de diecisiete ensayos sobre poetas, El fuego que camina (Conaculta, 2014).
Jorge Fernández Granados aplica a la poesía uno de los modos más útiles de lectura: la inteligencia. Y, aunque sea esa inteligencia lúcida e iluminadora la que domina el pequeño volumen, es sobre todo una labor más de lector que de estudioso, más de atento lector, “perseverante” lo adjetiva el autor, que de pontificante ensayista. Los autores y los textos a los que se enfrenta Fernández Granados, un poeta que escribe sobre su poesía y su modo de entenderla escribiendo de la poesía de los otros, son leídos, entendidos, asimilados y de ellos se construye no una poética única y cerrada sino “una historia de afinidades y distancias” alentada “por el impulso más genuino que los generó: la lectura y el interés por la poesía”.
En la nota preliminar, Fernández Granados desea que “las fuerzas de la cohesión sean mayores que las de la dispersión”. Citando al azar, de entre los autores ensayados, Cernuda y Eielson, Lezama Lima y Valente, López Velarde y Pizarnik parecen disímiles. ¿Qué es lo que une entonces a esos autores además de la lectura del poeta? ¿Qué elemento común poseen fuera de estar reunidos en un único volumen? Una lectura apresurada, superficial, diría que ninguna. La lectura de Jorge Fernández Granados propone, como afirma explícitamente, que en todas ellas se da “la necesidad de configurar un arte poética” (las cursivas son del autor).
“Hay un tono a lo largo de la obra de Luis Cernuda”. Comienza el primer ensayo de este libro con una frase con la que podría abrir cualquiera de los ensayos. Granados se propone en este libro encontrar los tonos, ya sean semánticos, estéticos o morales, de cada uno de los autores leídos. Centrándose en uno o dos aspectos, ya que los ensayos son breves, encuentran sustratos comunes a toda una obra, modos y maneras de escribir peculiares por propios. Lo que le interesa al Fernández ensayista es lo mismo que al Fernández Granados poeta: la afirmación de una voz única.
El fuego que camina responde, como si el autor hiciera partícipes a los lectores de un dialogo que sostiene consigo mismo, a la pregunta que ya se había hecho en uno de sus poemas sobre poesía: “¿Dónde habita el poema? / ¿Dónde hinca, fugable, / su vagorosa hondura?”. Y el lector atento, el ensayista cuidadoso encuentra y comparte la respuesta: en una voz propia, variadas entre ellas, unidas todas por la búsqueda y consecución de esta.
Así el lector, nosotros, seguimos a un lector primero, Fernández Granados, en ese reconocimiento. La melancolía de Cernuda, la rigurosa libertad de Gonzalo Rojas, la insular amplitud de Lezama Lima, el silencio imposible de Valente o, por citar algunos y no todos los ensayos; el eterno dilema de Velarde, resumen en una sola imagen acertadísima siempre, el sustrato común a cada autor, la voz particular de cada uno de los diecisiete leídos. Los modos de lectura, también disímiles entre ellos, partiendo de una imagen o de una obra completa, de un solo poema o de una anécdota, llevan al mismo sitio a la afirmación de la voz de cada poeta y de que la verdadera poesía está en ese sello distintivo, único y unitario a la vez.
Mención aparte merecería cada ensayo del libro. Pero si hubiera que destacar uno, labor casi imposible, sería el dedicado a José Emilio Pacheco que cierra el volumen (que así se abre con melancolía y termina con el tiempo), un ensayo que disecciona el tiempo en la obra de Pacheco en dos vertientes: la semántica y la del incansable corrector de sí mismo. Leyendo a José Emilio Pacheco desde “el mal del tiempo”, Fernández Granados nos hace ver lo unitario de toda su obra a la vez que, con el ejemplo de la tercera parte del significativamente titulado “De algún tiempo esta parte”, explica como ese fluir corrige la obra.
El fuego que camina es, sí, un libro sobre poetas, pero lo es, sobre todo y ante todo, sobre poesía, sobre ese sustrato último que está en el poeta, en la obra y, al mismo tiempo, más allá de ella, un sustrato que podría resumirse, manteniendo la imagen que le da título, en el verso de uno de los poetas estudiados, Marco Antonio Montes de Oca: “la belleza es un incendio reconocible y quieto”. Esa belleza del incendio, del fuego que camina, es lo que Fernández Granados quiere, y logra, hacernos reconocer.