La tormenta sociopolítica desatada por los hechos de Iguala, ha puesto de manifiesto aspectos cruciales de la relación entre Estado y ciudadanos en el México contemporáneo.
En primer lugar, el deficiente registro de la voz ciudadana. Las laceraciones que la población viene sufriendo desde hace años por la inseguridad, no fueron registradas debidamente por la clase política mexicana. La desaparición de los jóvenes de Iguala ha sido el detonante para que desde distintos lugares del país, jóvenes y actores de la sociedad civil se movilicen para ser una gran voz ciudadana que obliga al gobierno a escuchar. Construir la voz en México no es tarea fácil, todo lo contrario. Frecuentemente los gobiernos (en los estados y en el país) privilegian la gobernabilidad por sobre la representación. La construcción de políticas que deben ser aseguradas más allá de las preferencias de los ciudadanos tiene una larga tradición. La agenda es programa de elite, no agenda de ciudadanos, y la comunidad política es concebida no como comunidad de sujetos de derechos, sino como población gobernada. Paradójicamente, el desprecio de los gobiernos por la representación de los ciudadanos ha minado las bases de su más preciado tesoro: la gobernabilidad. Algunos gobiernos, como Michoacán antes y ahora Guerrero, fueron penetrados de modo escandaloso por el crimen organizado. Como ocurre desde hace algunos años con las policías comunitarias, ante la desconfianza y el temor hacia el Estado oficial, los ciudadanos construyen su propia seguridad, que es construir su propio Estado. Y ello obedece a que en democracia, un Estado que pierde el reconocimiento de su comunidad, pierde simultáneamente eficacia en su principal misión: la de asegurar la paz en su territorio.
En segundo lugar, y derivado de lo anterior, la construcción de agendas políticas desvinculadas de la sociedad. Es desconcertante que a pesar de la inconcebible cifra de cien mil muertos por la lucha con el narcotráfico, el Pacto por México relegará a un lugar secundario la política de seguridad. Es decir la desvinculación entre la agenda de los gobiernos y el sentir cotidiano de los ciudadanos como dos carriles que se bifurcan indefinidamente y que produce un hondo malestar en la democracia mexicana. Esta ruptura entre Estado y ciudadanos frustra la construcción de un Estado para la democracia.
En tercer lugar, los hechos de Iguala reclaman repensar la construcción de la democracia mexicana. La democratización mexicana se inició en lo institucional con importantes reformas electorales y un hito fue la creación del IFE: una forma de proteger a las elecciones del propio estado hegemónico. Este paso fue decisivo para la democracia electoral. Pero el estado hegemónico no sólo obstaculizaba las reglas de la competencia electoral, en verdad comprometía su propio rol de árbitro y autoridad legítima de una comunidad libre de ciudadanos. Al corregir el régimen electoral se posibilitó la transición hacia un orden de competencia política, pero el conjunto del Estado permaneció como en el pasado, con mecanismos, cultura y un rendimiento propios de un Estado sin ciudadanos.
Desde el advenimiento de la democracia electoral, se ha avanzado en múltiples aspectos, todavía perfectibles (transparencia, arbitraje electoral) pero poco se ha tocado el meollo del problema que plantea la democracia mexicana, esto es cómo construir un Estado para los ciudadanos. Los hechos de Iguala impactan por su carácter aberrante, no por ser una novedad. Los graves desafíos impuestos por el crimen organizado en los últimos años, han sido afrontados por un Estado que actúa sin el espíritu ni la misión de imponer el respeto a la ley. La propia democracia se edifica sobre un Estado abusivo y de escasa legitimidad. Antes y después de la alternancia (símbolo colectivo de la democratización) miles de ciudadanos son detenidos y encarcelados, particularmente en las regiones más vulnerables del país, sin que se sigan los procedimientos legales mínimos de un Estado de derecho. Como han denunciado las organizaciones de derechos humanos, miles de muertes por la lucha del narcotráfico, no han sido seguidas por investigación judicial o policial alguna. Según datos del Inegi, publicados en 2014, sólo el 3% de los delitos tuvieron resolución judicial y la cifra negra, esto es el porcentaje de delitos no denunciados por las víctimas, fue del 93,7 %, o sea sólo 6 de 100 afectados, hacen denuncia ante el Estado. A ello se agrega la politización y discrecionalidad en otras esferas vitales del Estado como el manejo del sistema de salud pública. En plena democracia electoral, el Estado sigue actuando sin referencia ciudadana.
Así como las reformas electorales posibilitaron la competencia política, la construcción de una mejor democracia requiere, como condición sine qua non, de ciudadanías soberanas. Y ello se concreta cuando el Estado las garantiza, las protege y las sirve.
Para ello es vital el impulso del gobierno (como en su momento lo hizo con el IFE) para una reforma del Estado que garantice los derechos ciudadanos. Una política de seguridad sin tener a la ciudadanía como eje, está condenada al fracaso, como lo muestran los recientes acontecimientos de Iguala.
En cuarto lugar, el régimen federal puede aprovecharse para fragmentar la soberanía del Estado nación. ¿Cómo se pudo llegar a esta aberración de secuestros y matanzas masivas de estudiantes?, es una pregunta recurrente. ¿Como se llegó a los desaparecidos en plena democracia? Preguntas que encuentran en una de las imágenes más conmovedoras de esta tragedia, la de una madre de un joven policía desaparecido, que después de penar en la angustiosa búsqueda, pide antes de morir ser (y será) velada frente a Secretaría de Gobernación, protestando más allá de la vida, con su cadáver y el ritual de su propia muerte.
¿Cómo se llegó a esto? Parte de la respuesta se encuentra en la desconfianza generalizada entre funcionarios y distintos niveles de gobierno, que provocaron una situación de dilema del prisionero, y que terminó en la parálisis y resignación de los actores institucionales ante hechos inadmisibles. Otra parte de la respuesta está en las distorsiones que puede producir el federalismo y las esferas del gobierno municipal, como áreas de soberanía. El intercambio de bienes políticos, de legitimidades y de apoyos entre Gobierno Federal y gobierno estatal, así como entre gobierno estatal y municipio, han convertido a un diseño institucional de descentralización en un orden feudal y con rasgos patrimonialistas.
¿No es hora de replantear el orden territorial mexicano agregando al federalismo el reconocimiento y efectivo empoderamiento de las comunidades multiculturales? Desde que comenzó la violencia del narcotráfico, las organizaciones comunitarias que combaten al crimen organizado, desde Cherán a la montaña de Guerrero, han mostrado mayor eficacia y credibilidad social en su lucha por la legalidad. ¿No es hora de aprovechar ese enorme capital comunitario y empoderar políticamente a comunidades de enorme patrimonio colectivo para construir una democracia de consenso multicultural, que asegure mayores niveles de pertenencia e integración del territorio al Estado nación?
El sistema político mexicano es de una sorprendente continuidad y también adaptabilidad a los cambios, pero históricamente ha reconocido las crisis y ha aceptado esos cambios. Los hechos de Iguala son la punta de un iceberg, y ese Iceberg es el Estado.
Por último, ¿constituyen los hechos de Iguala un punto de inflexión de la historia social y política de México, como lo fueron Tlatelolco en el 68, o la caída del sistema en el 88? ¿Hemos tocado fondo en el ejercicio de un Estado que prescinde del derecho? Es claro que Iguala conmociona y se instala en la memoria social, quizás en ese tipo de memoria que en México ha producido cambios. También es claro que para una sociedad “tocar fondo” no es sólo un orden objetivo de cosas, es un estado de conciencia y de exasperación colectiva ante una realidad que se hizo intolerable. En este estado de conciencia los intelectuales tienen todavía un rol crucial a favor de la democracia.