Octubre sigue su curso. Dicen que luna de octubre es la más hermosa, pero este año no pude corroborarlo. En esta ciudad la lluvia nunca se fue. En ciertos sitios, el olor a humedad me hace recordar al de los gallineros: ese tufillo del guano que me causa tanta repulsión. Tanta como el olor del pollo crudo y del pollo cocido. Este último puede ser tolerado si las especias logran disfrazarlo, como si el pollo se tratara de un niño que va a pedir su calaverita o su Halloween a mis papilas gustativas.
Sí, ya lo he dicho, no me gusta el pollo. Ni flotando entre zanahorias ni vestido de negro mole. No me engañan con sus empanizados ni con sus adobados ni hechos jirones arropados por una tortilla dorada. Pollos: no me gustan ni muertos ni vivos. Sí, le tengo aversión a las gallinas. Sospecho de esos ojillos nerviosos que parecen los botones perdidos de una chambrita sin estrenarse. Sospecho de sus alas inútiles, de sus picos que parecen hechos de la parafina de los cirios.
A veces sospecho saber lo que ocultan. Dicen que los dinosaurios evolucionaron en aves. Lo creo, por las gallinas, que me causan inquietud como si fueran el lobo disfrazado de oveja, el velocirraptor que hace cocorocó.
Unos me dicen que les he agarrado mala voluntad, que hay cosas más inmundas. No sé, yo digo que el pollo es cosa del demonio; y que si contemplan esos pollos rostizados girando, doraditos y crujientes en el rosticero, no dudarán sobre la existencia de una inquisición clandestina que se dedica a ajusticiarlos a la usanza antigua, cuando el fuego purificador tenía sentido y no sólo el de vender pollito con papas y alitas enchiladas. No soy la única que piensa así, ya lo dice nuestro poeta Antonio Deltoro, sobre ellas, las gallinas: “Ángeles caídos con las alas atrofiadas por la impotencia. A ciegas, sin saberlo, buscan con el pico sus infernales orígenes. Condenadas por su cobardía a la superficie, llevan en su carne, carne de gallina, el castigo”.
Nada, no me hagan caso, exagero. Ya lo dije cuando octubre inició: busco horrores para guarecerme, para dejar de asustarme aquí afuera, en mi mundo. Busco horrores ordinarios para no imaginar la oscuridad de las fosas comunes y de los cuerpos mutilados que surgen.
Recorro con la mirada los libreros y me guardo en los autores que sabían de estas cosas y lo han escrito mejor. Ahí está el lomo del libro de cuentos de Horacio Quiroga, que conocía los demonios escondidos en el cuello de una gallina. Aquí un fragmento de “La gallina degollada”:
“Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores”.
Trato de recordar mi primera lectura de ese cuento, cuando era todavía niña, para recuperar la intensidad del horror que sentí. Entonces observo mi piel: se me ha puesto de gallina, me digo. Nos hemos equivocado, debimos torcerle el cuello a la gallina, nunca a aquel cisne de blancura celestial. Sí, soy una gallina, somos gallinas, temerosas de la superficie, soñándonos reptiles que hace tanto tiempo dejaron de existir. Nunca haremos algo para detener esta devastación, me digo. Horacio Quiroga nos despreciaría tanto, me digo. Merecemos morir ahogados en un caldo insípido. Callo y sigo leyendo su cuento:
“El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…”