El vino no es solamente uno de esos inventos del hombre que vienen a hacernos felices, es un método de conocimiento de este mundo, como bien dice Carlos Barral en el prólogo a La Leyenda del santo bebedor de Joseph Roth: No me he acostumbrado a tolerar a los abstemios dogmáticos, a esas gentes que, no se sabe por qué, se alegran de que uno no beba e ignoran que la embriaguez alcohólica, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo en general, absolutamente imprescindible. Bajo este grito de no tolerar a los abstemios, de utilizar el vino como un vehículo, muchos hidrocálidos y de otras latitudes, nos dimos cita en la vendimia que la casa vitivinícola Hacienda de Letras organizó el sábado pasado. Decenas de grupos de amigos y familias disfrutando, y es que la amistad y el vino son una dupla inseparable, como lo demuestra una de mis películas favoritas sobre el tema: Sideways o Entre copas (2004) cinta que narra el recorrido por la región vitivinícola de Santa Bárbara de dos amigos disparejos, uno novelista frustrado, el otro mujeriego irredimible; el primero disfrutando aromas, sabores y placeres de los caldos de la región, el otro en claro desahogo sexual previo a su matrimonio.
Si por allá de los setentas algún par de amigos hubieran querido hacer este recorrido en Aguascalientes, lo hubieran logrado, la cantidad de viñedos y casas era robusta, sin embargo actualmente sólo quedan polvos de aquellos lodos, nuestro estado perdió toda una tradición, debido a varios factores, sin duda alguna climáticos, pero los jurídicos fueron fundamentales, la falta de protección a la industria desde el centro, principalmente a través de estímulos fiscales; en una cata realizada el día de ayer en la cava de los viñedos, alguien preguntó por qué los vinos mexicanos eran más caros que muchos extranjeros, el sumiller nos dijo que mientras en nuestro país los vinos pagan algunos impuestos, los productos, por ejemplo de Chile, ingresan vía tratados comerciales con tasa cero, lo que genera una amplia desventaja a los productos nacionales.
A pesar de lo amplio de la variedad de Hacienda de Letras, tal parece que sus vinos estrellas eran el Ruby Cabernet y el Chardonnay, al menos ésos eran los que más podían comprarse en las diferentes carpas y de los cuales las botellas pululaban en el paisaje; así que, a fuerza de no mezclar, preferí el primero y no le hice el feo a un par de botellas. Incluso hoy domingo que escribo estas líneas, agobiado por el teclado y el férreo calor de una canícula que se despide con fuerza, cometo la osadía de echar a perder el vino con un poco de limón, soda y hielos, prepararme un tinto de verano.
En lo personal conozco y me gusta mucho el vino de la casa Leal (aunque hace un par de años que le perdí la pista) también he probado algunos de la bodega Santa Elena y, en mi chauvinismo del pueblito, consumo morapio de Valle Redondo (también los jugos de esta marca son exclusivos en mi alacena), según un documento de José Tomás Palacios Medellín, un investigador de la UNAM que me he encontrado en internet, en esta empresa radicada en Aguascalientes se produce “3,700.000 litros de vino al año, del cual el 70% es vino tinto elaborado con uvas Cabernet Sauvignon; Barbera y Petite Sirah; el 30% restante es vino blanco de uvas Riesling, Sauvignon Blanc y Blanc de Blancs”. Según entiendo existen algunos productores locales que generan vino artesanal, exclusivamente para su propio consumo. Ante esta incipiente pero sólida forma de recuperar la cultura de la vid, es necesario crear mecanismos jurídicos para coadyuvar a la industria, en principio una marca colectiva o el intentar crear una denominación de origen no suenan descabellados.
Si hay algo que me gusta en Sideways, es su ácida forma de retratar situaciones contradictorias, ambos amigos son disímbolos, el uno jovial y alegre, el otro taciturno y afectado por los múltiples rechazos a sus novelas y el divorcio de su mujer a la que todavía ama, de esta forma cada uno utiliza el vino como vehículo de sus emociones. Ambas caras, la alegría y la felicidad, son aquellos extremos de los que ese ser vivo en la botella también participa: en su novela El fin del mundo y un despiadado país de las Maravillas Murakami dice “¿Por qué bebes tanto? –me preguntó/ Quizá porque tengo miedo –dije/ Yo también tengo miedo y no bebo/ Tu miedo y el mío son distintos”; por el contrario en El jefe máximo Ignacio Solares narra la divertida anécdota de unos borrachitos condenados a la muerte por beodos “¡Tenemos derecho a una última voluntad! –gritó el que llevaba la botella… –¿Cuál es? –preguntó un soldado, ya con la espada desenvainada. –Que nos dejen acabarnos la botella –dijo levantándola en alto como un trofeo.” Y nosotros, desde ese lado festivo, como sibaritas de fin de semana, tuvimos en la vendimia como última voluntad una garrafa vacía.