El pasado mes de febrero, una jirafa del zoológico de Copenhague fue sacrificada de un balazo, diseccionada a la vista del público (en una zona reservada) y posteriormente sus amarillos pedazos fueron arrojados a los leones, que se dieron un festín. La reacción de las almas liberales fue estremecedora, la indignación recorrió las encolerizadas salas de comunicación de todo el mundo, sin faltar la BBC y NatGeo; se firmaron copiosamente cientos de peticiones e incluso los funcionarios del zoológico recibieron amenazas de muerte por tan horrible crimen. (Nadie se acordó de quejarse ese mismo día por el linchamiento y la posterior ejecución, también a la vista de un emocionado público, de un musulmán en la República Centroafricana, a manos de enardecidos cristianos.)
La lucha por los derechos de los animales es un lujo de nuestra época y específicamente del mundo desarrollado, que me parece que por un efecto imitación se ha extendido a naciones como México, donde hace todavía unos años los campesinos cazaban y comían ratas de campo; hoy el gobierno federal intimida abiertamente a una niña anónima que cazó una ardilla en Coahuila y puso la foto de su hazaña en Facebook. En estas semanas las nobles mentes avocadas a evitar el sufrimiento animal se han ocupado del caso de los circos y sus ingratas prácticas de hacer sentar elefantes sobre bancos de colores. Aducen, quizá delatando un poco su ansiedad urbana, que los pobres animales viven encerrados, deprimidos y que los trucos se los enseñan a base de porrazos, lo que es atroz entre seres civilizados que somos. Los activistas están demostrando sus mejores tácticas de resistencia no tan pacífica. En Monterrey le abrieron la jaula a una jirafa para que se fuera a trotar por las avenidas; en Aguascalientes intimidaron a los espectadores y se agarraron -o respondieron- a trompazos con los dueños de la carpa, y en la Ciudad de México grafitearon los carros. En las redes sociales, que en muchos casos son una caja de resonancia idiota donde se comparte con la lágrima o la bilis, se llama salvajes, asesinos y otras lindezas a los empresarios circenses, y en mi caso, algunas personas se sintieron decepcionadas porque asistí a la función del domingo y me retiraron su amistad con un implacable Unfriend this insensitive human being.
Me tocó ver afuera del Congreso del Estado, donde nuestros valientes diputados discurren para ver si hay que declarar ilegal amaestrear animales, a un idealista grupo de jóvenes que hacían presión para que se aprobaran las leyes anticircenses, tal como se hizo en la capital del país, donde todas las cosas políticamente correctas han tenido cabida. Aunque allá, como el DF es un país sin agua dulce, parece que los delfines pueden seguir siendo parte de un espectáculo. Creo que también está permitido tener pececitos de colores en la sala de la casa, pero quién sabe. Alguien me preguntaba si apoyar un circo sin animales luego nos va a llevar a otro donde también se declare ilegal arriesgar la vida de seres humanos, y ya no sea posible emocionarse con los trapecistas, tragafuegos, lanzadores de espadas, etcétera. ¡Ah!, dirán los defensores de los felinos y los perros acrobáticos, no es lo mismo porque el trapecista está ahí por su propia voluntad, obtiene una remuneración y además puede salirse cuando quiera. Yo creo que su concepto tan romántico y burgués del trabajo -que la fuerza laboral está formada por agentes libres, que el trabajo da para algo más que subsistir, que la gente tiene posibilidad de moverse horizontalmente en el mundo laboral- resulta tan ingenua como la idea de un mundo en el que los humanos y los animales vivan en armonía sin necesidad de explotarse mutuamente y que llegando el Mesías el niño meterá la mano en el hoyo de la serpiente.
Para no ser complemente injusto con ellos (los animales), a los que tengo en alta estima, creo que una auténtica igualdad entre el reino animal y los humanos sería un planeta donde todos trabajáramos para ganarnos el pan diario. Y así como no creo que estén bien las corridas de toros -porque ahí no hay trabajo del animal, sino una simple ejecución a la romana entre espectadores excitados y música neurótica-, sí estoy a favor de que los animales -siguiendo el ejemplo de los diputados- trabajen y sean útiles. Con esto no quiero llamar a confusión: personalmente estoy a favor de los perros, los elefantes, los leones y las vacas. Me encantaría hacerme vegetariano, pero seguiré creyendo que es legítimo matar en defensa propia a los zancudos que invadan mi propiedad -no hay de otra, ningún sermón parece funcionar con ellos-; y creo que no está bien juntarse para ver cómo se matan dos gallos o dos perros, pero creo que no está tan mal que los animales coticen en el IMSS. Es verdad, los pobres sudan la gota gorda, están encerrados en jaulas, recorren largas distancias mal comidos a capricho de sus jefes, comienzan la jornada laboral con latigazos, agresiones y sometidos a una implacable presión, y cuando se retiran a dormir van arrastrando los pies. Exactamente igual que lo que me pasa en el trabajo. Lo mismo que a usted, apreciable lector.
La conclusión entonces: somos demasiado animales para andar pensando en tremendas humanidades…