Hace ya algunos años, mi entrañable tío Juan contaba una historia para precisar la diferencia que separa la racionalidad individual de la racionalidad colectiva. Decía, apelando a sus vastos recursos ilustrativos que, si bien es cierto que un individuo puede enriquecerse estafando a sus prójimos, una sociedad no puede hacerse rica si sus miembros viven estafándose los unos a los otros. Un dilema surge entonces de la no coincidencia entre dos racionalidades: la individual y la colectiva. La incompatibilidad de concepciones sobre ese punto representa un obstáculo para la coherencia social.
Exploremos la situación. Para ello, un requisito preliminar es saber qué se va a entender por racionalidad, al menos en el contexto de este escrito. Al respecto precisamos que el concepto de racionalidad que se empleará aquí se entiende según la economía. El concepto, de acuerdo a esa disciplina, es muy simple. En donde se establece con claridad es en la obra de Adam Smith que, como se sabe, es considerado el padre de esa ciencia.
De acuerdo con lo que se atribuye a este pensador escocés, se dice que una persona actúa racionalmente si orienta su conducta a conseguir su máximo beneficio. Por consiguiente, debería quedar claro, ahora, que actuar en contra de los propios intereses es una actitud irracional, al menos desde el punto de vista de la economía.
Apoyado en estas ideas, Adam Smith postuló el siguiente precepto: si cada uno de los miembros de una sociedad alcanzara su máximo beneficio, la sociedad en su conjunto alcanzaría su estado económico óptimo. Explicó sus ideas con el empleo de una metáfora: la famosa mano invisible que, según argumentó, organiza a la sociedad a partir de los comportamientos individuales, motivados por su propio interés. Para Smith, la racionalidad social es coherente, en principio, y en ciertas circunstancias de una economía llamadas competencia perfecta, con las racionalidades individuales, al menos es así desde la perspectiva económica.
Las ideas de Smith fueron generalmente aceptadas desde que las enunció y han influido notoriamente en el desarrollo de la llamada corriente principal de la economía. Además, han permeado las creencias básicas de las sociedades democráticas occidentales hasta hoy en día. Algún especialista adepto a sus planteamientos ha dicho que toda la economía contemporánea no ha sido más que una glosa de las ideas del profesor y filósofo escocés. Sin embargo, hay casos en que las ideas de Smith no se ajustan a la realidad. Trataré ahora de mostrar un contraejemplo.
Recurriré, para ese propósito, a un planteamiento que se conoce en la literatura acerca de estos temas como la subasta de Shubik. Ha sido llamada así en reconocimiento a su inventor, Martin Shubik, profesor emérito en la Universidad de Yale.
Este experimento social consiste en anunciar, en una fiesta por ejemplo, que se va a subastar un billete de digamos 1,000 pesos. Podrán participar todos los que lo deseen, pero no pueden comunicarse entre sí ni saber previamente las reglas del juego. Gana y se lleva los 1,000 pesos quien haga la oferta más alta, pero hay una regla adicional: quien hace la segunda mejor propuesta pierde la cantidad ofrecida.
Por ejemplo, si el participante A, que hace la oferta más alta, ofrece 900 pesos y el participante B, que hace la segunda mejor oferta, ofrece 850 pesos, gana A, pero B pierde sus 850 pesos. Según nos cuenta Shubik, normalmente el billete de 1,000 pesos suele venderse en dos o tres veces su valor. Esto se debe a la actitud de quien va ocupando el segundo lugar. La persona que está en segundo lugar no quiere perder el dinero de su oferta y ofrece una cantidad mayor. Pero el que pasa ahora al segundo lugar procede del mismo modo y no quiere perder su dinero. Por ello, las ofertas van subiendo sistemáticamente cada vez que el participante con la segunda mejor oferta decide no perder el dinero de su postura.
Por supuesto, el juego fue diseñado para obtener algunas enseñanzas. La primera de ellas es que la competencia, al menos en las circunstancias de la subasta que hemos descrito, no siempre conduce a una situación racional en el sentido que le hemos dado aquí. Competir en la subasta de Shubik conduce a una situación en la cual tanto el que gana como el que pierde, pierden: pagan mucho más de lo que el bien subastado vale. Por consiguiente, en este caso, la búsqueda del interés individual hace perder a los dos participantes que formulan las mejores ofertas.
Dijimos antes que una de las reglas del juego es que los participantes no pueden comunicarse durante el desarrollo de la subasta. La restricción obedece a la idea de favorecer la competencia. Es claro que si los participantes fuesen nada más dos, supiesen de antemano cómo opera la subasta y pudieran ponerse de acuerdo, ganarían con facilidad. Es decir, ganarían si en vez de competir colaboran. Este es pues un contraejemplo a la tesis de Smith sobre el óptimo económico social. Los participantes en la subasta se proponen ganar. Pero esa motivación hacia el éxito hace que ambos pierdan. No perderían si, como ya se dijo, en vez de competir colaboraran. En la conducta del segundo mejor postor se da una motivación de la que no siempre se es consciente.
Este tema de los conflictos entre la racionalidad individual y la colectiva se ha estudiado en el mundo académico con amplitud y profundidad. Son notables los trabajos de John Forbes Nash (Premio Nobel de Economía en 2005 y personaje inspirador de una famosa película*) sobre la concepción de las situaciones socialmente sub-óptimas, pero en equilibrio. Un equilibrio, desde ese punto de vista, es un estado de cosas en que los agentes económicos no encuentran ningún incentivo para cambiar y eso da lugar a las discrepancias entre lo considerado racional por los individuos y lo que sería racional para la comunidad a la que pertenecen.
Hay un caso en los Estados Unidos que presenta aspectos poco conocidos en este tema de la diferencia de racionalidades. Ese país es uno de los pocos, si no es que el único, en donde el subsuelo de la nación es propiedad privada. Por consiguiente, el propietario de un terreno puede venderlo a una empresa que, por ejemplo, tiene interés en explotar el gas almacenado en los esquistos (que son un tipo de roca con esa propiedad geológica de almacenar gas) y que emplea la técnica llamada fracking. Sobre este procedimiento de extracción de gas se han hecho comentarios preocupantes acerca de sus efectos en el medio ambiente. No obstante, el que vendió el terreno toma sus dólares y se va a vivir a otro lado, mientras sus vecinos y la comunidad en los alrededores pueden sufrir efectos nocivos en la disponibilidad de agua, así como en la contaminación de los acuíferos y en otros aspectos que tienen que ver con la degradación del medio ambiente. Este es un ejemplo que ilustra esta discrepancia entre lo que es bueno para el individuo y lo que es bueno para la sociedad. Pero estas racionalidades que no coinciden pueden ser aún más riesgosas. Si la extracción, por ejemplo, del gas de los esquistos es un buen negocio, las grandes compañías que se dedican a su extracción ampliarán hasta donde puedan sus superficies en explotación. Y si esas extensiones sobrepasan ciertos límites, aún los grandes empresarios de los hidrocarburos y una buena parte de las poblaciones donde esto ocurra sufrirán también a causa de los daños ambientales. Ya lo dijo un eminente y heterodoxo economista hoy olvidado. Me refiero a Nicholas Georgescu Roegen, quien es autor, a mi juicio, de una obra en la que se trata con inteligencia penetrante el tema de la energía. Georgescu escribió: La termodinámica no es más que econometría aplicada al tema de la energía. Dijo también que la entropía, que en cierto sentido se entiende como la magnitud del desorden que crea un proceso físico, no es reversible ya que se ajusta a la segunda ley de la termodinámica, que es la ley que explica, para decirlo sin tecnicismos, por qué es imposible construir una máquina de movimiento perpetuo: en todo proceso siempre hay una pérdida de energía que pasa de ser utilizable a no serlo ya nunca más.
En fin, como hemos visto, la discrepancia entre lo que es bueno para el individuo y lo que es bueno para la sociedad puede producir graves inconsistencias en el funcionamiento de las comunidades humanas. La solución, desde mi punto de vista, es de carácter institucional, entendida ésta como las reglas del juego social. Creo que la cooperación se favorece en aquellas sociedades en donde los costos de transacción son muy bajos y la confianza es un bien social equitativamente distribuido. Pero eso será motivo de otra reflexión.