El pasado 16 de junio se celebró el Bloomsday. Ese día se rinde homenaje a Leopold Bloom, el personaje de James Joyce que recorre los folios de su novela Ulises. Lo sé, no estamos en Dublín, pero la fecha me sirve para invitarlos a leer la novela. Toda ella ocurre en un sólo día, el 16 de junio de 1904; está constituída de 18 capítulos, a la usanza de la Odisea de Homero. Sí, el título no es un simple azar. Ulises fue publicada el 2 de febrero de 1922.
Del Ulises podría crear varias minutas, pero ésta está dedicada a un pasaje en especial que todavía logro recrear en la memoria. Lo admito, es un libro amado, por muchas razones: una de ellas es el hecho de que comparto el gusto de Bloom por lo que otros llaman desperdicios: las vísceras. Aquí, una cita:
“A Mr. Leopold Bloom le gustaba saborear los órganos internos de reses y aves. Le gustaba la sopa de menudillos espesa, las mollejas que saben a nuez, el corazón asado relleno, los filetes de hígado empanados, las huevas de bacalao fritas. Lo que más le gustaba eran los riñones de cordero a la plancha que le proporcionaban al paladar un delicado gustillo a orina tenuemente aromatizada.”
Sé que el desprecio por las vísceras viene de su asociación con la pobreza. En muchos momentos, las vísceras fueron la proteína de desperdicio que los menos acaudalados valoraban y guisaban sabrosamente. En épocas de crisis es cuando los cocineros deben desplegar al máximo su creatividad. Las vísceras se han acompañado de grasas abundantes, condimentos y sistemas de cocción que han dado lugar a platillos tradicionales. Muchos suelen servirse en restaurantes exclusivos, pero también en los puestos callejeros. Sus sabores son difíciles de comparar, son únicos e inimitables. Creo que de no existir el prejuicio, los paladares aprenderían a degustarlos. Es curioso notar cómo estos órganos han caído en desgracia luego de haber sido el centro de la hieroscopia, el método de adivinación por la lectura de las vísceras. De puentes entre lo terreno y lo divino, ahora son víctimas de la ignominia de una arcada.
Para guisar vísceras hay que tener nariz de acero, pues despiden tufos. Deben estar lavadas, frescas y desflemadas. Durante su cocción aromatizan las cocinas de formas poco placenteras, pero ya servidas en el plato son la entraña del sabor, valga la textualidad.
Casi no las cocino, porque no encuentro comensales, y no es viable pedir un cuarto de seso para hacerlos en mantequilla negra, aunque sí se puede hacer una olla pequeña de pancita. La lengua me enamora, no piensen mal: hablo de la silente en su salsa de chipotle o plena de alcaparras. Me gusta la morcilla frita y la moronga con su epazote. Las creadillas y el buche. Bendigo al paté de foie, pero no lo cambio por unos machitos bien fritos. Las tripas merecen nuestro respeto, pues de origen fueron medio de transporte para los alimentos y así dieron lugar a los embutidos. Claro, mis arterias agradecen que los consuma de vez en cuando, pero no niego que son como la mantequilla multiplicada al infinito, delicia.
A lo mejor soy la reencarnación de un ave carroñera, o mis genes tienen grabado el significado verdadero del hambre. Eso sí: una víscera mal guisada es peor que una verdura mal cocida. De ahí el desprecio por el hígado cuando es transformado en suela de zapato o no ha sido dignificado con cebolla suficiente. No es que oculte el sabor del órgano sino que lo transforma al alejar los tufos. Así ocurre con los sesos cuando se remojan en leche, digamos que se blanquean las ideas para que la lengua las entienda.
Bien mirado, siento que algo así pasa con el Ulises de James Joyce. Algunos pondrán cara de asco, otros dirán que es una exquisitez apreciada sólo por unos cuantos. Otros, claro, dirán que está mal frito. No es nada de esto, es un libro bueno para comer. Tómenlo, léanlo sin prejuicios, sin expectativas, pero sí con la curiosidad de quien desconoce el sabor de tal o cual platillo. Sólo probándolo sabrán si les gusta o no. Pero si son partidarios de la carne desabrida, lean otra cosa. Les dejo otro trocito, ya trinchado, para rematar:
“Hirviendo cómo no: un penacho de vapor por el pitorro. Escaldó y enjuagó la tetera y echó cuatro cucharadas colmadas de té, volcando luego el hervidor para que el agua fluyera dentro. Una vez lo hubo dejado para que se asentara quitó el hervidor, allanó las ascuas con la sartén y observó cómo la pella de mantequilla se deslizaba y se derretía. Mientras desenvolvía el riñón la gata maulló hambrientamente. Dale mucha carne no cazará ratones. Dicen que no comen cerdo. Casher. Toma. Le dejó caer el papel embadurnado de sangre y soltó el riñón en la mantequilla derretida que chisporroteaba. Pimienta. La espolvoreó en círculos con los dedos de la huevera desconchada.”