Así, la violencia aplasta a los que toca
Simone Weil, La fuente griega
“Yo era un tipo normal que enviaron a Irak y se volvió loco, así que me enviaron de regreso a Estados Unidos para curarme, y ahora son los Estados Unidos los que me vuelven loco.” Quien habla es Adam Schumann, excombatiente norteamericano en Irak. Y su lenguaje no es metafórico sino del todo descriptivo. Su interlocutor es el periodista de The Washington Post David Finkel quien en Gracias por sus servicios (Traducción de Efrén del Valle, Crítica, 2014), ha escrito un duro, conmovedor y, en más de un sentido, necesario testimonio de lo que es para muchos de los soldados el añorado retorno a casa.
Al terminar sus servicios en el campo de guerra, alrededor de 500 mil soldados -que representan entre el 20 y el 30% de los cerca de dos millones de estadounidenses enviados a Afganistán e Irak en la última década- vuelven a su país aquejados de un trastorno por estrés traumático (TEPT, por sus siglas en inglés) que es una enfermedad mental desencadenada por el terror y el miedo o con una lesión cerebral traumática (LCT, por sus siglas en inglés) que se genera cuando el cerebro recibe una sacudida violenta que colisiona con el interior del cráneo. Son 500 mil soldados que la muerte no los alcanzó fuera de casa, que sobrevivieron a la guerra, pero que encuentran extremas dificultades para sobrevivir a la posguerra.
Así, a diferencia del Ulises homérico, para quien su reintegro a casa es la vuelta al paraíso doméstico, el regreso para estos soldados no es sino el ingreso a una nueva guerra: la guerra de la enfermedad mental, de la ansiedad permanente y la incesante paranoia, de la depresión e inestabilidad emocional y mental y, finalmente, de la tentación, no siempre vencida, del suicidio. Se trata de una guerra que tiene lugar día a día, donde de manera cotidiana se vive ante la inminencia de la muerte y el acecho de la locura y donde apenas si se permiten treguas breves al dolor y esperanzas efímeras y equívocas de saneamiento. O, como diría una nota de prensa alusiva a ello: “Los soldados tienen una nueva misión: curarse.”
Pero, como Finkel muestra con ejemplar circunspección no exenta de empatía, esta es una misión que rebasa la voluntad de los mismos excombatientes y que parece estar más allá de las posibilidades y buenas intenciones de las instituciones de salud -más de 32 en diferentes rincones de los Estados Unidos- habilitadas para atender a estos soldados. Además, si el campo de batalla donde tiene lugar esta misión se ubica en lo fundamental en el horizonte mental de los soldados, los efectos de esta guerra no dejan de extenderse de manera perniciosa hacia las personas y círculos más próximos y queridos por los soldados con lo que, apenas si es necesario anotarlo, el laberinto mental de éstos se torna más complejo y atormentado. De ahí que la crónica de Finkel deba ocuparse una y otra vez de relatar la devastación de las familias, la soledad de las viudas y sus hijos, la irrupción de la violencia y crueldad al interior de los hogares, de las muchas formas en que se gestan y manifiestan las rupturas de los lazos más fuertes y entrañables.
No por nada las voces que con mayor claridad e intensidad se escuchan en el libro de Finkel son las que nos hablan de la soledad y la culpa. Son estos los dos sentimientos que predominan en los relatos de sobrevivencia de los excombatientes y sus familiares.
Soledad ante recuerdos que no pueden compartir con nadie, soledad ante sus pesadillas recurrentes, soledad ante el miedo que no termina de abandonarlo, soledad ante el desamparo de sus extravíos mentales, soledad por la vergüenza de no poder llevar lo que él y los suyos consideran una vida normal, soledad ante el abismo que percibe ante la dimensión de su dolencia y la respuesta -social, médica, laboral- de las instituciones, soledad ante la idea que se ha hecho de sí mismo.
Culpa por lo que hicieron y por lo que dejaron de hacer, culpa por las muertes y dolor que causaron y por las muertes y dolor que no pudieron evitar, culpa por la manera en que trataron a la gente y por la forma en que fueron tratados, culpa por haber abandonado todo asomo de compasión, culpa por su incapacidad para sobrellevar sus recuerdos de guerra, por alterar la paz de sus hogares, culpa, en fin, por, pese a todo, sobrevivir.
Y algo que hay que agradecer y reconocer a Finkel es que nos permite escuchar estas voces sin sentimentalismos toscos o chantajes políticos de ningún tipo. Lo que intenta y logra con creces Finkel es conocer y comprender como es la vida de aquello soldados para quienes -para evocar la magnífica novela de Kevin Powers, Los pájaros amarillos (Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez, Sexto Piso, 2013) que, por cierto, puede leerse como el complemento preciso del libro de Finkel- la guerra si bien no consiguió matarlos, sí logró, con paciencia pero también sin miramientos, tomar lo mejor de ellos y reducirlos y humillarlos hasta aplastarlos de una manera que parece irreversible.
Es probable, en fin, que sólo comprendiendo este profundo sentimiento de dolor, culpa y soledad en que sobreviven ahora muchos de los excombatientes, los propios ciudadanos norteamericanos podrán entender la magnitud y lo que significa la herida que ha representado para los Estados Unidos la irresponsabilidad y amoralidad de muchos de sus líderes políticos. En este sentido el libro de Finkel es un sobresaliente exposición de los costos humanos de una guerra sin sentido, además, claro de que es una magnífica muestra de lo que cabe esperar de un periodismo que se toma en serio sus compromisos cívicos.