El año de 1647 marcó en la Nueva España el inicio de un largo conflicto que desembocó en graves e insospechadas consecuencias. Los involucrados: Juan de Palafox, obispo de Puebla y otrora virrey, y miembros de la orden de la Compañía de Jesús. Sus profundas discrepancias mantenían entre ellos un clima de hostilidad, pues las opiniones y actitudes de ambos sugerían desavenencias irreconciliables. En una reunión en la que se encontraban dirimiendo algunas diferencias, los jesuitas comenzaron a cuestionar a Palafox. Ante ello éste asumió una actitud intransigente, y considerándose atacado, les exigió que le mostraran sus licencias para evangelizar, desconociendo la autoridad de los interpelados. Ellos se negaron, y entonces Palafox, en uso de su poder eclesiástico y de manera impositiva, les prohibió el ejercicio de algunas de sus funciones más importantes. Esto desembocó en amagos de amotinamiento, desfiles irreverentes de alumnos inconformes, discursos y escritos agresivos, y chistes hirientes en contra de su persona, que lo obligaron a esconderse en la hacienda de San José de Chiapa.
Cien años después, a mediados del siglo XVIII, la Ilustración había penetrado con todas sus fuerzas en la mentalidad occidental. La razón como valor supremo, la difusión del saber y la acérrima crítica a las instituciones tradicionales abrían el camino para nuevas condiciones de vida. Una inédita concepción vital reflexiva y anticonformista se convirtió en impulso militante de la cultura. Ella impregnó y nutrió a los espíritus novohispanos con sentimientos y perspectivas de acciones útiles y engrandecedoras en todos los ámbitos de la vida, en oposición a la opresión y anquilosamiento del pensamiento oscurantista. En este sentido y acorde con su propia ideología, los más adecuados exponentes del pensamiento ilustrado fueron los jesuitas, quienes incorporaron los valores de la modernidad en la mentalidad tradicional con un sentido humanista, y lograron fundir –por su extracción criolla- los méritos de la cultura española con los de la indígena. A lo largo de muchos años, los jesuitas habían logrado consolidarse como los principales difusores de la educación a través de gran cantidad de escuelas en las principales ciudades del territorio. Entre los maestros jesuitas había hombres de gran talla como Francisco Javier Clavijero, Rafael Campoy, Francisco Javier Alegre y otros, y sus pupilos los conformaban los hijos de criollos abiertos a un nuevo mundo de posibilidades.
Sin embargo, en 1767, Carlos III ordenó la inmediata expulsión de los jesuitas de la Nueva España en un acto despótico y autoritario, que además sentenciaba: “y pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. Pero con jesuitas o sin jesuitas, la semilla estaba sembrada.
Es curioso observar cómo hace unos pocos días revivimos el incidente: uno de los mayores representantes del autoritarismo y la imposición en México, el probable próximo presidente espurio Enrique Peña Nieto, enfrentó cuestionamientos de los alumnos de un instituto jesuita ante los cuales se mostró como todo un déspota –mas no ilustrado- justificando su autoridad moral y jurídica ante la represión en Atenco, descalificando la legitimidad estudiantil de los interpelados, y escondiéndose en el baño ante los reclamos y manifestaciones de rechazo de los jóvenes.
La educación es un arma insustituible con que cuenta el pueblo; por eso a los gobiernos autocráticos no les interesa brindarla a la sociedad. Le temen. Ellos ofrecen sólo educación de baja calidad enfocada en criterios mediocres y tendenciosos –no humanistas- que muy poco hacen por formar, instruir e incentivar al estudiante. El Estado se conforma con que las nuevas generaciones se capaciten e ingresen al “mercado” laboral para seguir suministrando de mano de obra barata a los grandes emporios del sistema capitalista neoliberal.
La educación en México debe cambiar. No pretendo en absoluto ser proselitista, simplemente estoy de acuerdo con el enfoque plural, inquisitivo y socialmente responsable de los jesuitas o de cualquier otra asociación, grupo o Estado que lo favorezcan. La educación debe interesarse profundamente en buscar la transformación de la persona a través de la integración de todas sus dimensiones (intelectual, afectiva, ética, moral) en una continua interacción reflexiva y crítica con el contorno social. Además, esta obtención de conocimientos y desarrollo de habilidades deben de trascender el éxito profesional individual y buscar la transformación social y el bien común.
Las actitudes autoritarias, impositivas, arbitrarias, injustas y represoras no son propias de sistemas democráticos, sino de gobiernos absolutistas y despóticos de siglos pasados. Es indignante que el lema “el estado soy yo” sigue teniendo vigencia en una sociedad como la nuestra, donde el aparato estatal se confabula contra el pueblo para lograr sus propios fines e intereses. Entre muchas otras cosas más, los resultados de las pasadas elecciones y lo sucedido a la periodista de La Jornada, Sanjuana Martínez, en días previos son un insulto y una evidencia más de la prepotencia y corrupción de los gobiernos en el país.
Pero el relato de los jesuitas no termina allí. Las semillas de la Ilustración y la educación germinaron y dieron frutos en decenas y cientos de hombres que fueron influidos por los valores de libertad, igualdad, fraternidad, ciencia, derechos, educación, emancipación. Un sistema político y 300 años de dominación cayeron derrumbados por la fuerza de las ideas cuando en 1810 un grupo de criollos instruidos o influidos por la buena educación como Miguel Hidalgo y Costilla, Ignacio López Rayón, José María Liceaga y muchos más sirvieron a la justicia con voluntad y fuerza, y con discernimiento y conciencia del bien común lograron cambiar el curso de la historia.
P.D. El subcomandante Marcos también recibió una formación inicial jesuita.