Minutas de la sal / ¿Calientes o frías? (1/2) - LJA Aguascalientes
23/11/2024

En Europa, en algún momento de su historia, el pan blanco era consumido por los pudientes, mientras que el pan integral estaba destinado a la mesa de los pobres. Algo similar ocurrió en México: el pan de trigo era para los privilegiados, los menos afortunados debían conformarse con el maíz.

Si lo piensan, hoy en día la historia ha dado un giro extrañísimo: el pan integral es el caro y el blanco es el barato. Y no todas las tortillas ofrecen un precio razonable; una docena de buenas tortillas hechas a mano son ya un artículo de lujo. Creo que siempre debemos preguntarnos: ¿lo sabroso es más caro?, o bien ¿lo que es caro siempre nos sabe sabroso?

En la minuta pasada dije que la palabra torta nombra a un pastel, pero no en México. Aquí la usamos para nombrar al bocadillo elaborado a base de una telera la cual se abre para ser rellenada con ingredientes diversos. Cabe aclarar que las tortas de las que hablamos en realidad se llaman tortas compuestas.

Aunque la preparación de un torta compuesta parece ordinaria, el producto final no sabe igual ni en todos los establecimientos ni en todas las casas. Hay tortas únicas. Estoy segura que casi todos podemos evocar tales o cuales tortas o ningunear otras.

Cierto, la torta por excelencia estaba elaborada con una telera y era fría. Más tarde llegarían las tortas a la plancha. Todavía hoy en día en torterías, loncherías y puestos callejeros suele aclararse si se venden tortas frías o tortas calientes.

Llenar un pan con alimento no es originario de México, es un acto universal. Surgió desde que el hombre logró elaborar pan. Ya he comentado antes sobre el uso del pan como plato y como cubierto. Pero lo que trasciende es la variación que logra transformar algo universal en local hasta que, en algunos casos, como el de la torta mexicana, resulta en algo único para el paladar.

La necesidad de llevar y consumir un alimento de manera rápida, al caminar o en el lugar de trabajo, dio pie a la creación de las tortas; las ciudades resultaron un ambiente propicio para su éxito. A partir del siglo XIX, la industralización paulatina nos facilitó los ingredientes y la facilidad para transformarla, como es el hecho de poder calentarla en cualquier puesto ambulante sin necesidad de fogón gracias a las hornillas y los tanques de gas portátiles. Todavía más: teleras, bolillos o birotes comenzaron a producirse en serie, gracias a la mejora de los hornos y las levaduras, lo cual abarató el producto.

Parte del sabor de las tortas radica en su confección, por lo que sería absurdo pensar en producirlas en serie. La mano de quien las hace, los ingredientes que elige, su distribución precisa, es lo que le da el sabor único a una torta. Así lo contó Artemio de Valle Arizpe en Calle vieja y Calle nueva, quien conoció a un tortero famoso. Aquí un fragmento de su estampa:

“Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés -telera, le decimos-, y a las dos partes les quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de sus tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le iba subiendo sobre las dobladas falanges hasta que salía toda ella por la otra punta. Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la parte principal, extendía un lecho de fresca lechuga, picada menudamente; en seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el consumidor, o de jamón, o de sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con estas últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de carne, en tanto que con la otra movía el cuchillo para desmenuzarla, con una velocidad increíble”.


Mi abuela solía hacer tortas frías para cenar. Todavía recuerdo, con cierta zozobra, cómo le quitaba el migajón al pan. Yo casi siempre lograba robarme la bolita y me la metía en la boca rápidamente. “No te comas eso, te van a salir lombrices”, me decía ella. La verdad nunca supe de dónde venía aquella superstición ni por qué el augurio empeoraba si, además de comerme el migajón, me bebía enseguida un vaso de agua. Con esto las lombrices, decían, se convertirían en un verdadero hervidero. No sé de dónde viene el dicho ni cuál es su origen, pero me gusta imaginar que es una leyenda negra como tantas se han creado para desvirtuar no sólo a personas, países o sucesos, sino también a los alimentos.

Una leyenda negra suele esconder oscuros intereses. Tanto el maíz como el trigo fueron víctimas en su momento. Pero los dejaré con el antojo, pues de esto y más hablaremos en la siguiente minuta. Mientras elijan: ¿calientes o frías?


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