El jardín perfumado / Opciones y decisiones - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Todavía en los años cincuenta, el perímetro de la Feria de San Marcos quedaba enmarcado por el barrio de San Marcos y el centro histórico de Aguascalientes, a excepción de eventos específicos que por su naturaleza requerían espacios apropiados, como era el caso de las carreras de autos y motocicletas en las avenidas de la Alameda, haciendo del balneario de Ojocaliente una sabrosa extensión cálida de reposo en las tinas romanas para los trasnochados y exhaustos feriantes; las suertes de charrería en el lienzo charro -en las inmediaciones del cerrito de la Cruz- y algunas justas deportivas tanto en el deportivo ferrocarrilero como en el parque Romo Chávez de beisbol.

La hermosa balaustrada del emblemático jardín de San Marcos era literalmente el marco que daba forma a la distribución de los servicios que ofertaba esta popular verbena. Al centro su bello quiosko de fierro dulce vaciado, con su simpática fuente de abajo, era el diario escenario de las clásicas Mañanitas interpretadas por la banda municipal; los concursos del rebozo y el del climático vestido femenino tradicional. Los prados alineados por callejuelas convergentes a este corazón botánico, a manera de radios bien trazados, emanaban el aroma de los floripondios que abundaban por todos lados, junto a las grandes hojas verdes Elegantes y las coloridas flores de cascabel rosadas y las otras azules de los plumbagos. En verdad, era una inebriante nube de aromas que se acentuaba con la vendimia de rosas, orquídeas, gardenias y claveles para dar como ofrenda graciosa a las bellas damas que concurrían a su coqueto paseíllo, en estricta formación concéntrica a la balaustrada y en sentido contrario al de los varones que pícaramente les miraban, hasta que se atrevían a regalarle una flor a la dama de sus efímeros sueños. Era todo un juego de rubor, pundonor y coquetería.

El lado norte, hacia la calle Rivera y la tradicional Plaza de Toros, se hacía el comedor principal para degustar del mole y las enchiladas tipo San Marcos, amén de tacos y flautas aderezados con generosas cantidades de guacamole, crema y verduras en vinagre. Este era un corredor singular, porque lo presidía el diligente servicio a la mesa de “los jotitos”, como cariñosamente se les decía, y hacía tan divertido su requiebro al andar, su fuerte maquillaje, su impostadas voces y hasta sus berrinchitos por algún desaguisado que ocurría en la cocina. Los comensales, rigurosamente bien vestidos ya sea a la usanza charra de gala o de trajes recién hechos en las sastrerías de la ciudad y de colores tornasolados, para ellos; ellas con sus blusas y faldas profusamente bordadas o deshiladas, recién planchadas y almidonadas. Sentados bajo carpas de manteados provisionales, cargados de serpentinas y ornamento de tendederos de papel picado, con pisos de vivos colores de aserrín pintado, hacían un paisaje surrealista digno de pinturas mágicas.

El lado sur, o de la calle Manuel M. Ponce, era el salón de baile más abigarrado que fuera pensable. Lo ocupaban los famosos tapancos. Patrocinados por famosas marcas de vino o de cerveza, se dividían rigurosamente el espacio, en tramos de tarimas altas, al borde de la balaustrada, que alojaban las bandas sonoras más disímbolas, pero de indiscutible arraigo popular del momento. Había lugar para el mambo y cha-cha-chá, el danzón, la cumbia, la canción ranchera y aún los aires de las grandes bandas de salón y estrellas del espectáculo. Debajo de los tapancos era el inframundo, digno de las cloacas romanas, punto y aparte.

La cara oriente, hacia la calle Democracia, era una modesta zona de ingreso, que alojaba por el exterior, algunos puestos de dulces tradicionales mexicanos y el popular manteado de la Lotería, con sus ingeniosos y dicharacheros cantadores; era la delicia de chicos y grandes que apostaban unas moneditas, marcaban con granos de maíz, los cromos simbólicos y veían gigantes los premios de un guajolote, cazos, ollas y sartenes; algún juguete de madera o incipientemente de plástico. Por el interior, en la punta a mano izquierda, presidía la encantadora fuente de “los cantaritos” con mosaicos de talavera, que era admirada por los ojos agrandados de los niños: y cuyo andador olía a grasa de zapatos y tintes por los afanosos puestos de boleros que rechinaban sus trapos para sacar el brillo de botines finos de charro y choclos de acicalados paseantes. Su descentrada calle perpendicular, Venustiano Carranza, incorporaba la llamada exposición cultural.

Finalmente, el rostro emblemático del portal poniente, frente al templo de San Marcos, era el improvisado parque de diversiones de la feria, que presidía la Rueda de la Fortuna, el martillo, el carrusel, las sillitas voladoras, el ratón loco, los caritos chocones y un sinnúmero de juegos mecánicos menores, entre los que se mezclaban espectáculos increíbles como la cabeza parlante de una bella dama decapitada, un serpentario o una impresionante muestra de seres fenómenos en vivo. Desembocaba por el lado norte con la célebre exposición ganadera, enclavada allí con todo y piletas de abrevadero y baño para los especímenes participantes, y el gran corralón para el baile masivo: Los Globos. En el extremo contrario, sur, el ya consistente y siempre efímero casino para el juego de apuestas y el viejo emblemático palenque de peleas de gallos, por el actual andador J. Pani. Este folklórico complejo provocó el célebre comentario de Mario Moreno, Cantinflas, quien lo calificó como “la cantina más grande del mundo”. Nuestras locales y muy sanmarqueñas fiestas dionisíacas de abril, se abrieron paso en la historia nacional y se arraigaron en el gusto popular del folklore mexicano.

El otrora paisaje semidesértico del altiplano central, despreciable aún para el imperio mexica, que lo veía como un infierno de piedras y polvo candentes habitado por seres poco menos que bestias indómitas, ahora era celebrado efusivamente como un oasis de verdes frondas y fuentes refrescantes; en que se dio asiento el pueblo de indios que dio origen, como Dios y las reglas más estrictas de la sociología de las subculturas mandan, desde la profunda religiosidad popular, a la más rumbosa, ruidosa y bacanal Feria Nacional de San Marcos.

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